Yo no he nacido para un rincón,
Mi patria es el mundo entero...
L. A. Séneca. Epist. 28.
Creo que fue en el mismo mes de setiembre, cuando murió nuestro emperador Tito, y yo estaba por ir a Ostia, quería pues embarcarme en un barco grande que tocaba en su itinerario el puerto de Rhodas, ciudad donde tenía que estudiar filosofía y retórica.
Lo cierto es que perdí mi barco, y ni siquiera salí de Roma, porque al cruzar el foro Boario, tropecé con un tumulto, que escuchaba ávidamente las palabras de un filósofo griego, a quien conocían en mi barrio con el apodo de Lucifer, que en nuestro latín significa «el hombre que trae la luz». Le dieron ese apodo, porque era muy lúcido, además él mismo también se llamaba «Fósforos», una versión griega de la palabra «Lucifer».
Me detuve un momento curioso, y confieso que quedé atrapado por las convincentes palabras de este barbudo sabio, olvidando completamente mi viaje a Ostia, el barco, Rhodas y los estudios.
Ese hombre habló acerca de todo; trataba de dioses, hombres, amigos y hasta de política; algunas de sus palabras —que penetraron hasta el fondo de mi alma— todavía las recuerdo, como si hubieran sido pronunciadas hoy.
Nos habló en esa oportunidad de Zeus y Juno, y sostenía que el temor en el mundo era el origen de los dioses, y para demostrar su tesis, preguntaba: «Si existen los dioses, ¿de dónde vienen los males?, y si no existen, ¿de dónde vendrán entonces los bienes?», al observar sin embargo, que entre los oyentes había un sacerdote, que lo escuchaba atentamente, agregó —como disculpándose— que: «Para el hombre conocer a Dios, es lo mismo que conocer en cierta manera nuestro origen, con la diferencia, de que los dioses nacen, y los hombres se hacen inmortales.
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Dijo también que todos sirven a otros para ser servidos; precisamente por ello, nos recomendaba favorecer sólo a dos clases de hombres: a los amigos y a los enemigos: a los primeros, para que no sean enemigos y a estos últimos para que se transformen en verdaderos amigos.
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Sus conceptos acerca de la política griega me agradaron mucho, pues dijo que la Patria está ante todo, pero que también un sólo hombre es el Sagrado Pueblo mismo. Insistía en que es necesario el régimen democrático para que los hombres tuviesen un refugio y los ricos un freno.
De esta manera, el Estado nunca perderá su equilibrio, siempre que sus conductores sean lo suficientemente sensatos y sincréticos. Agregaba todavía que, de las muchas pequeñas injusticias puede brotar la Equidad, y me daba gracia su acertado ejemplo cuando citó las palabras de Themístokles: «Amigos! A veces también hay que aceptar perder, porque de lo contrario, no podríamos salvarnos!»
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Recuerdo que las palabras de este griego me cautivaron, y me dejaron tan pensativo, que en ese mismo día, como un nuevo Demóstenes, renuncié a estudiar a Platón, y me hice discípulo suyo.
No escribía mucho, pero nos dijo que si no está en nuestras manos el vivir, por lo menos tenemos que dejar obras, que nos permitan con nuestro nombre sobrevivir.
Este sabio consideraba deshonroso decir una cosa, y sentir otra, y más aun, pensar en una forma y escribir de otra manera, por ello, su sinceridad sufrió más de una vez inmerecido castigo. Él me dijo que en Persia lo castigaron por sus ideas con una pena ridícula, pues tenía que entregar su toga, a la que aplicaron luego 25 azotes y a Roma, llegó directamente desde Macedonia, donde pregonaba que mejor es ser poderoso que amigo del que ostenta el poder. Lo expulsaron pero no a él, sino a su amigo. A él sólo le recomendaron que debía seguir al otro...
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Yo, C. Apiarius Marcallinus, escriba del Municipio de Aquincum en Pannonia, con los signos amanuenses anoté lecciones de mi maestro y las recopilaciones las envié con mi liberto Hermes al librerista Lucilio en Roma, para que las tenga y aproveche la sempiterna posteridad.
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Mitra, y Amón Júpiter sean con nosotros!
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