¿Hay algo más abyecto que la cobardía?
M. T. Cícero, De leg I.
Si no queréis pelear, podéis huir.
L. A. Séneca. De prov. VI.
Los antiguos grecorromanos llamaron imbellis al joven que por defectos corporales o por otras razones somáticas, carecía de aptitud necesaria para defender a su patria, pero al fuerte, que ignoraba el significado de la palabra valentía, lo llamaron despectivamente ignavis , es decir, ‘cobarde’.
Tres clases de cobardía conocían los antiguos. Los prevenidos, que hasta para evitar los riesgos empleaban los métodos del general griego Gilocles, en cuanto se hicieron seccionar los pulgares quedando ineptos para el servicio militar activo.
A la segunda clase pertenecían —según la información de Cicerón— los que se avergonzaban de huir y eran tímidos para luchar. El peor de los ignaves era el que se pasaba al lado o confiaba su seguridad a la velocidad de sus pies.
Lo lamentable era que el protoejemplo de cobardía lo dieron precisamente los que no cesaban de pregonar la valentía humana. Eran éstos los seudovalientes fanfarrones y entre ellos había generales y filósofos.
Hasdrubal, el general cartaginés, al enviar al rey Galussa a Scipio, le dijo:
—¡Haz entender al cónsul que estamos resueltos a no sobrevivir a Cartago y a perecer antes que rendirnos! Pongo a los Dioses y a la Fortuna por testigos de que el sol no verá a Cartago destruida y a Hasdrúbal vivo. ¡Para un hombre de corazón no hay más noble sepultura que las cenizas de su Patria!
Sabemos que Hasdrubal llegó al toldo de Scipión y agradeció a éste su vida, abrazando las rodillas del general romano.
Algunos fugitivos lo siguieron, llenando de injurias a Hasdrúbal y burlándose de su juramento sagrado de no abandonarlos y lo llamaron «cobarde y canalla», y era porque mientras este espectáculo ocurría, su mujer se mataba precipitándose con sus hijos desde una torre, a las llamas que consumían su patria.
Cuando Pompeyo hizo aprender a Cn. Papirio Carbon en la isla de Cossyra, éste al oír su sentencia de muerte, comenzó a llorar y temblar, como si fuera una mujer
Pero los filósofos eran peores todavía. No en balde dijo Cicerón que éstos siempre mueren en la cama. Con gran entusiasmo exhortaban a la gente, diciendo: «¡Adelante!» pero no sabían pronunciar la palabra: «Síganme».
Refiere Luciano que Sócrates estuvo en la batalla de Parneto, pero antes de comenzar la lucha, se ocultó cobardemente en la palestra de Taureas. Los afamados oradores de Sócrates, Hyperides y el mismo Licurgo, al aparecer los más valientes, nunca salieron a campaña, ni se atrevieron a asomar la cabeza en la puerta. Encerrados entre los muros luchaban decididamente con la lengua, escribiendo decretos, cartas solicitadas y decisiones populares, instigando a otros a ir a la guerra.
Dícese que el príncipe de los oradores, Demóstenes, antes de llegar a la batalla de Queronea arrojó su escudo y la lanza y emprendió una veloz fuga. La fama de su vergonzosa huida llegó no sólo a Atenas, sino hasta la Esquitia, de donde era su oriunda madre, Cleobula.
Demóstenes, a su vez, restó importancia a su fuga, se rio y se limitó a observar que: «Aner ho pheugon kai palin makhesetai»: ‘¡el hombre que huye todavía podrá pelear!’ Seguramente pensaba que preferible es que el enemigo muera por la Patria y no él.
Cicerón en su valoración hizo una marcada distinción, en cuanto aprobaba la reducción a esclavitud del ciudadano que intentaba eludir el servicio militar. Consideraba, pues, acertadamente, que no puede ser libre el que rehúye exponerse al peligro para defender la libertad. Acerca del combatiente amedrentado pensaba lo mismo que Demóstenes, en cuanto sostenía que «¡el soldado ofuscado que huye ante el ataque violento, todavía puede ser una persona honrada y un guerrero valiente!». Y es cierto, porque «muchas veces el hombre más valeroso palidece al empuñar las armas, y ante la señal de combate —a veces— el soldado más audaz siente cierto temblor en las rodillas», así que no es un milagro, que el soldado bisoño con sólo mirar y ver las heridas se espante, mientras que el más experimentado sabe que su sangre vertida puede significar la pronta victoria.
Los romanos, guiados por semejantes principios, dos veces ofrecían el perdón a los tránsfugas, que se pasaban al otro bando, demostrando de esta manera cierta flexibilidad, y acertada economía del muy cotizado caudal humano.
Dice Horacio que la pena acompaña la culpa, pisándole los talones, por ello anotaremos aquí algunos puntos acerca de los castigos.
Marciano, el jurisconsulto en su Instituta sostiene que es licito matar como enemigos a los tránfugas, donde quiera que fueren hallados.
Diodoro Sículo refiere que el legislador «pitagórico» Kharonda Khatinensis, estableció en la Magna Grecia que los cobardes durante tres días debían permanecer sentados en el foro a la vista del pueblo, vestidos en prendas femeninas. En Grecia los cobardes fueron excluidos de la magistratura, no podían tener esposa y sólo usaban una túnica rota y colorada, y para que la gente no tuviese duda alguna, los obligaban a afeitarse el bigote de un solo lado.
Los cartagineses tenían por costumbre llevar tantos anillos sobre las manos como batallas en las que habían participado; pero tampoco se podía tildar de medrosos a los que carecían de anillos.
El límite quizás más acertado entre el tímido y el intrépido humano lo señaló Aristóteles diciendo que: «¡Un hombre parecería cobarde si sólo tuviese el valor de una mujer valiente!»
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