Dice Platón que en una oportunidad un pastor de Lydia, llamado Giges, errando con sus animales por los campos, descubrió la entrada de una gruta muy grande. Entró curioso y encontró allí un caballo de bronce y dentro de tan raro sarcófago el cadáver momificado de un hombre que tenía en la mano un anillo de oro con una piedra preciosa.
Giges al principio se sintió un poco aterrado por el hallazgo, pero despertóse luego su natural avidez, y le quitó al caballero muerto el anillo, poniéndoselo en su propio mano. Salió de la cueva, y se unió a sus compañeros. Al contemplar la sortija, notó con asombro, que cuando volvía la piedra engarzada en ella hacia la palma de su mano, se hacía repentinamente invisible a los otros pastores, no obstante que él podía ver a todos y aun leer sus pensamientos.
Dominado Giges primero por el miedo pero muy pronto por el diablo llegó a comprender que por medio de este anillo poseía un poder ilimitado y le faltaba sólo la manera más conveniente de emplearlo.
Los anales comentan que este insignificante pastor, que podía hacerse invisible y al mismo tiempo verlo todo —gracias al mágico anillo— llegó a ser el rey de Lydia. Hizo un país rico y poderoso porque lo preveía todo y sabía actuar con tino.
Cuando ya estaba en el apogeo de su poderío pensaba que en el mundo nadie podía ser más feliz que él; pero para disipar sus dudas, preguntó al Oráculo de Delfos, que dijera la Sacerditisa de Apolo, quién era el hombre más feliz del mundo. La Pitonisa, desde el fondo de su santuario, dictó un vaticinio, expresando que el hombre más dichoso del mundo es el viejo Agladios de Prosifidio —pueblo de Arcadia— porque es muy pobre y jamás abandonó los límites de su pequeño campo, donde vivió muy, pero muy contento ...
Giges quedó un momento atónito, pero se serenó luego, pues se dio cuenta de que sólo una pobre choza puede albergar la felicidad, porque la dicha huye de los palacios. Atender un campito es menos problema que mantener ejércitos.
Giges aprendió mucho de Delfos y al volver a su palacio se dio cuenta de que no era feliz, sino un pobre rico y un desventurado poderoso, porque el hombre invisible tenía que advertir que su amada mujer, la reina, le era fiel también a otro.
Vio que aquéllos a quienes consideraba sus amigos, eran sólo aduladores y descontentos enemigos. Observó con asombro que alrededor de él estaba todo el mundo con antifaz y enigma, pues las sonrisas ocultaban lágrimas y los aplausos escondían las carcajadas de los burlones e irónicos.
El omnipotente rey Giges, no obstante la multitud que lo rodeaba, se sentía solitario, porque era omnividente y precisamente por ell, el más pobre en la plenitud de las riquezas y opulento sólo en preocupaciones.
Atormentado por el dilema —quitarse el anillo o la vida— decidió quedarse con esta última, convencido de que si uno quiere ser feliz, debe ser un poco miope, porque al hombre no le conviene verlo todo, ni demasiado, si no quiere estar eternamente atormentado.
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