Advierte, pues, que naciste para la muerte!
L.A. Séneca: De tranq. XI
Toma mi alma Señor. Mejorada te la devuelvo!
L.A. Séneca, De tranq. XI
Grande era la indiferencia y el desprecio con que el hombre antiguo trataba a la muerte. La causa de esta conducta era la circunstancia de que el hombre, víctima de su inhumana época consideraba sin equivocarse que la vida es una condena, y la igualdad, la liberación y la paz, estaban sólo en la muerte.
Dice el gran estoico de Roma que cuando entramos llorando en esta vida ya quedamos notificados de que un día saldremos de aquí llorado por esta vida. Desde el nacimiento caminamos sobre innumerables sendas hacia la inevitable salida. Exhalamos la vida a la vez que respiramos, y cada paso nos acerca a la muerte, que nos advierte, que muere sólo el que vive, y morir es también uno de los tantos deberes, que nos impone la vida.
La muerte no viene de golpe, pues cada día morimos algo, y cada día perdemos una pequeña parte de nuestra vida; y, después de miles de resurrecciones en cada mañana, un día no habrá más un despertar, y esa será la muerte, en la que nadie puede ser desgraciado, porque ya no existe.
Séneca enseñó a la gente que ese no poder despertar, es el mejor invento de la naturaleza porque el Beneficio de la Muerte, nos devuelve la Paz, que hemos tenido antes de nacer.
»¡Ten paciencia!», nos dice Séneca. «Ten paciencia, por un momento! Ya viene la muerte y a todos nos hace iguales: los pobres y ricos serán iguales, y verán que la mayor felicidad es no nacer».
En la consolación de Crantor un cierto Tyreneo Elyseo, lamentando mucho la muerte de su hijo, fue a ver un Evocador de Espíritus. Éste, en previa consulta con Proserpina, dijo su respuesta al afligido padre:
–¡Vana es la preocupación tuya, Tyreneo porque tu hijo Euthymo no desea volver más a la tierra porque ha alcanzado ya la máxima dicha del Destino, que aquí se llama la Paz! El sólo te hace saber, que tus lágrimas de nada sirven. No conmueven al Destino Por ello Tyreneo, no debes verter tus lágrimas, porque si lloras, deberías llorar siempre, porque siempre sabías que tu hijo un día debe morir; el que llora esa parte de la vida, ¡debe llorar la misma vida entera! No hay que llorar a los muertos, porque ellos sólo están ausentes . ¡Hay que esperar con serenidad, el pronto encuentro!
La muerte es la libertad, después de una vida esclavizada, y después de la servidumbre de la vida, nos brinda también la igualdad, que era imposible alcanzar durante toda la vida.
Cuando el emperador Valentiniano falleció, dícese que esperaba el féretro detrás de la puerta ancha de su cripta, el gran obispo San Ambrosio.
El maestro de ceremonias golpeó a la puerta, y el obispo preguntó:
—¿Quién es?
Contestó:
—¡Valentiniano! ¡El Señor del Imperio Romano, Tribuno de su Pueblo y Padre de la Patria!
—No conozco a ese hombre —replicó la voz severa desde el interior de la cripta. El hombre del bastón de ceremonias, golpeó entonces por segunda vez a la puerta, y a la pregunta del obispo, dijo:
—¡El emperador Romano pide entrada en su mausoleo!
—No conozco a ese hombre —le rechazó la entrada una vez más con la misma contestación.
Por tercera vez golpeó entonces la puerta y a la pregunta del inclemente portero, el maestro de ceremonias dijo:
—¡Señor! ¡Un alma humilde desea entrar, para poder comenzar su sueño eterno!
—Adelante! —contestó Ambrosio— y la puerta se abrió ancha para el pobre muerto, que poco antes era el todopoderoso Emperador Valentiniano.
Dice Séneca, que la noche empuja al día, y de un momento a otro, nosotros también llegaremos al punto en que tenemos que repetir con Sócrates: «Ya es tiempo de que salgamos de aquí; nosotros, para morir, vosotros, para vivir, pues «ni un instante podemos olvidar, que el que vive debe morir, y el que muere, quisiera vivir, por lo menos como Ennio, en un eterno recuerdo!»
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