sábado, 21 de junio de 2008

EL MAÑANA LATINO


Protector de la Pereza y de ella nacido,
siempre a los perezosos...
Plutarchos, Acerca del amor.

La fatiga es el alimento de las almas
nobles.
L. A. Séneca: epist. 31.

No he pasado ocioso ni un solo día...
L. A. Séneca: epist. 8.

¡Hoy no! ¡Mañana lo haremos!
Pero amigo! Lo mismo dirás mañana...
Perseus: Sat. V.

Dice Séneca, que en una oportunidad preguntando uno por su edad, dijo: «Tengo sesenta años», a lo que replicó Loeyo, el sabio: «Hablas de sesenta años que ya no los tienes», porque en esta fugaz vida «entre el pasado cierto y el futuro dudoso, el presente es tan breve e incomprensible, amigo, que más bien parece como si fuera inexistente».

Por todo esto el hombre antiguo, aferrándose sobre la roca de su pasado, y a menudo olvidando el presente, contentábase con esperar tranquilamente el otro día, al que ellos llamaban brevemente «Cras», cuya versión castellana todavía sirve como saludo y al par, promesa de cumplir un trabajo que se omitió hacer hoy, pero que con seguridad lo hará «Cras», es decir «¡Mañana!», y a veces la misma palabra era en ese mañana.

Todo esto parece muy cierto, porque el exégeta que investiga las causas de la grandeza de Roma, llega a la categórica conclusión de que el pueblo de los héroes no era muy laborioso y los romanos se hicieron grandes, aprovechando el trabajo ajeno.

Consideraban bajo y servil el trabajo manual donde hasta el premio recibido por la obra —según ellos— era un índice seguro de servidumbre. Los ciudadanos de Catón, que se sentían más contentos en la guerra que en los banquetes, no encontraban placer en los trabajos y no prestaban mayor atención a los quehaceres en sus casas y a los trabajos de su alrededor.

El ocio comenzó cuando el hombre primitivo del Lacio, en el cultivo de su propia tierra, dejó de colaborar con sus esclavos. Muy pronto, contentábase sólo con dirigir el trabajo y más adelante ni esto haría sino que le encargaba a un esclavo de su confianza el oficio de administrar sus campos.

Después de las guerras púnicas, Roma fue inundada de esclavos y siervos y, con el aumento del número de éstos, el deseo de trabajar en el pueblo era cada día menor. Foustel de Coulanges acertadamente sostiene que la institución de la esclavitud era el azote de la sociedad libre, pues los puestos de trabajo eran ocupados por los siervos y el ciudadano, por ello, primero no encontraba, y luego ya ni siquiera buscaba empleo. La falta de trabajo lo hizo pronto perezoso, y como sólo veía trabajar a los siervos, comenzó a despreciar el trabajo, como si fuera cosa indigna de un hombre libre.

De esa manera los hábitos económicos y los prejuicios se confabulaban para impedirle al pobre salir de su miseria y vivir honradamente.

El hombre antiguo que olvidó el trabajo, se entregó al descanso, que según su finalidad y grado podía ser tanto la recuperadora siesta, como también el ocio, que es la madre del «mañana latino». Cada palabra tiene su pro y su contra, y cada una merece ser aquí examinada.

*

Cuando los días se alargaban en el verano y el inclemente sol brillaba en el cielo inmensamente azul, el romano, según los informes de Plinio, en fiel cumplimiento de los preceptos de Celso, entregábase a unas siestas más bien largas que cortas, olvidando su trabajo.

En Roma, las siestas comenzaban a la tarde y terminaban a veces tan tarde, que en lugar del sol estaba ya la luna y, lo que quería ser un descanso, transformábase ya en ocio.

La siesta —dice Séneca— es sólo un breve sueño reparador, pero si se prolonga de día y de noche, más bien se transformará en la misma muerte aunque una siesta larga, precisamente, salvó a Lucullo en una oportunidad, de la segura muerte.

Referente a esto, Plutarchos nos dice que Oltaco, el dándaro, perteneciente a una nación que habitaba junto a la gran laguna de Meotis —conocida como Mar Azovio— conspirando con Mitrídates, se comprometió a asesinar al general romano Lucio Lucullo.

Llegó este dándaro al campamento militar de los romanos, donde, presentándose como amigo, con su particular simpatía muy pronto conquistó la confianza y amistad del general. Un día muy caluroso, cuando todo el campamento estaba descansando haciendo la siesta, consideró Oltaco, que había llegado el momento oportuno de realizar su funesto plan. Se dirigió decididamente al toldo del general, pensando que nadie interceptaría el paso del amigo, que ya en su carácter de consejero íntimo, parecía traerle una noticia de importancia a Lucullo. Oltaco hizo su entrada sin tropiezo alguno, y su plan hubiera sido ejecutado, si el sueño que a tantos generales ha perdido, no hubiera esta vez salvado a Lucullo, quien casualmente estaba durmiendo, y Menedemo, uno de los guardianes, que se hallaba a la puerta de la sala interior del toldo anunció a Oltaco, que llegaba en un momento inoportuno, pues Lucullo, se había entregado al descanso. Oltaco insistió mucho y Menedemo, el guardián, al fin tuvo que sacarlo a empujones y ni se imaginó en ese momento, que al no permitir perturbar la siesta de su general, también le salvaba la vida.

La siesta si es larga, se transforma en ocio, en que la gente perezosa «pierde el día, esperando la noche» que llega el temor que el hombre tiene al día, que comienza con la luz, seña, que nos invita a cumplir con el deber y hacer el trabajo.

El descanso, si es muy largo, termina cansando y esto nos demuestra Séneca al referirnos la impresionante, y al par risueña historia de Minderides, que precisamente por su holgazanería adquirió un nombre perenne. Dícese que éste, oriundo de la ciudad itálica de Síbaris, en la Magna Grecia, en un momento de ocio y aburrimiento decidió hacerse llevar a su campo; una vez allí —al contemplar el duro trabajo del esclavo que estaba arando— comenzó a transpirar profusamente y quejábase por la fatiga que sentía en todo el cuerpo. Este sibarita, a causa de contemplar el trabajo ajeno, al fin se cansó tanto, que tuvo que prohibirle al esclavo continuar en su presencia su duro trabajo.

El Ocio es contrario al trabajo, penoso vicio del hombre, que según el estoico de Córdoba, Séneca, como mellizo, anda siempre junto con la duda, en continua discordia; sólo despierta curiosidad e indolencia, pues según Plinio: «Nada es tan perezoso como un hombre indolente, como nada es tan curioso, como el ocioso, que no hace nada».

El hombre antiguo consideraba que el haragán es enemigo de su patria, por ello, Solón encargó al Areópago que controle la manera con que cada uno se gana la vida, castigando severamente a los holgazanes. En Roma era afamado Druso, que en el trabajo ignoraba qué es el descanso, no faltaban desde luego los Minderides que se fatigaban con sólo mirar el trabajo del esclavo y del vecino.

Entre estos extremos hay que saber ser un Scaevola en los trabajos serios, y a veces para el hombre, a quien la misma naturaleza le impone un descanso breve, interrumpiendo la cadena interminable de sus trabajos continuos, no le es fácil pues, imitar a Catón, que «nunca era más activo, que cuando no hacía nada, y que jamás se encontraba menos solo que en la soledad», y se sentía arrepentido, porque durante su vida tuvo un solo día en que no hizo nada96/a.

El hombre antiguo, que en su ocio «perdió el día, esperando la noche» olvidaba el pretérito e ignoraba qué es el presente. Para él solo existía el futuro, expresado por el lema de los holgazanes, que postergan todo para el otro día, diciendo «¡Mañana!»

El ocioso no vive la vida; vive sepultado en su casa, que como si fuera una tumba, lleva el triste epitafio:

»Aquí prolonga su descanso un hombre sin presente, quien adelantó su muerte, porque durante su vida ignoró el día de hoy y conoció sólo la palabra ‘¡Mañana!’»

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