Penteteoses llamaban los antiguos a los dioses que esperaban en el parto al recién nacido llegados desde la eternidad a esta corta vida.
El primero entre ellos era el dios Vaticano. Él era quien ayudaba al recién nacido a emitir el primer Vagido, el primer grito que señalaba el comienzo de una vida.
Estaban también presentes las tres Parcas Moira, Nona y Décima y también la Diosa Levana.
Moira esculpía la forma humana y decidía acerca del fin de la vida del recién nacido. De su obra imperfecta nacieron los monstruos, para simbolizar el disgusto de los dioses para con los padres. Estos infelices en el estado teocrático como eran Roma y Grecia, vinieron sólo para transmitir el disgusto de los dioses, y pronto tenían que morir.
El romano consideraba monstruo a todos los nacidos que carecían de forma humana, y también a los que poseían el aspecto humano pero en forma deficiente o que por el contrario eran demasiado perfectos.
Nos refiere Livio que en pueblo itálico de Arimino nacieron algunos sin ojos, ni nariz, y en Veyas nació uno con dos cabezas y otro en la ciudad de Sinuseia con cabeza de elefante. En Arrecio llegó al mundo un niño con un solo brazo, y en Sinuseia, a otro le faltaba la mano.
En la ciudad de Axima nació una niña con dientes, evidente señal de prodigio, y muy pronto después en Trusianone un niño de sexo dudoso, que tenía el tamaño de uno de cuatro años de edad. Arúspices, llamados de Etruria a Roma, declararon que aquel prodigio era siniestro para la República y aconsejaron arrojarlo fuera del territorio romano, sin dejarle contacto tomar con la tierra. Recomendaban ahogarlo en el mar. Encerráronle entonces vivo en un cofre, lo llevaron a alta mar y lo sumergieron.
El infante, desde el momento de llegar a este mundo de luz, debía seguir estrictamente el camino indicado por la diosa Moira, la diosa del Destino. Demasiado temprano diferenciábase la suerte humana: unos nacían esclavos, otros —por culpa de sus padres— indignos, y por ello abandonados. Otros nacieron para ser nobles, plebeyos o patricios, y algunos privilegiados, muy pocos, podían nombrarse como Hijos de dioses.
Existía en Roma una plaza, llamada Foro Olitorio, conocida con este nombre porque era la plaza de los verduleros y pescadores. Había allí una columna que el pueblo llamaba «Lactaria», columna de los lactantes. En ella se exponían los niños que no eran levantados desde la tierra por el padre, porque la diosa Levana se negaba a presidir la ceremonia del reconocimiento, si el hijo era fruto del adulterio. Allí fueron expuestos todos los nacidos del incesto, de los amores prohibidos y de las relaciones nefandas.
Acerca de la legitimidad de los recién nacidos cometieron muchas injusticias porque los romanos carecían de la habilidad y medios seguros que tenían los Psílos. Los Psílos, antiguo pueblo, eran inmunes al veneno de todas las serpientes y hasta éstas huían de ellos. Cuenta Herodotos que cuando les nacía un hijo, ponían en la cuna del recién nacido una serpiente. Si ésta huía, no cabía duda que el niño era legítimo, pero, si la serpiente lo mordía demostraba que el niño era ilegítimo y el par eliminaba el mal venido hijo de un extranjero.
La suerte de las criaturas de la Columna Lactaria no era dudosa. Dice Lactancio que la mayoría de los niños expuestos allí fue recogida, pero por gente depravada que en esta forma fácil ampliaban su criadero para el mercado de esclavos y prostíbulos, hasta que el emperador Justiniano puso un enérgico fin a estas maquinaciones nefandas y kakogenésicas. Dice Tertuliano en su Apologética que «... exponen a los hijos a la ventura de la misericordia ajena..., y ocurre a veces, que se pierde la memoria de estos hijos expuestos y que uno por error tropieza con ellos, casándose el hermano con su propia hermana, el padre con su hija..., y de allí se eslabonan varias generaciones con el perpetuo incesto...,» que termina con la degeneración de la misma nación!
La segunda parca era la diosa Nona. Ella era la protectora de los bien nacidos, que llegaban a este mundo hacia fines del mes nono, noveno. En nueve meses nacieron los quirites de Roma, plebeyos y patricios, todos humanos, demasiados humanos, porque los que advenían a fines del décimo mes eran los privilegiados de la Divinidad Décima, los Hijos de Dios, que llegaban a ser héroes, caudillos de su pueblo, haciéndose inmortales en la historia. En Roma no faltaban las hermosas mujeres ni hijos que nacieron de dioses.
C. Opio relata que la madre de Scipio se creyó estéril y su esposo Publio estaba desesperado por tener un hijo; un día ella al quedar dormida sola en su lecho de pronto vió a su lado una serpiente enorme y a los gritos de espanto que lanzaron los testigos del prodigio, desapareció inmediatamente. Scipio, el marido consultó a los augures, y éstos le anunciaron que pronto tendría el hijo deseado. Su esposa efectivamente al décimo mes dió a luz a Publio Scipio, indiscutido hijo de Júpiter que en la segunda guerra púnica venció en África a Aníbal y a los cartagineses. También Suetonio nos refiere que diez meses antes del nacimiento de Augusto, acaeció en Roma un prodigio del que fueron testigos todos sus habitantes y los libros de Sibila anunciaron que el Pueblo Romano pronto tendría su rey.
El Senado preocupado prohibió criar a los niños que nacieran en este año; sin embargo, algunos cuyas esposas estaban encinta, esperaban que la predicción les favoreciese, y consiguieron impedir que el Senatusconsulto sea llevado a los Archivos públicos para su promulgación. Entre estas mujeres también estaba Acia, esposa de un ilustre caballero romano, acerca de ella —Asclepiades Mendetos, en su tratado sobre «Lo Divino» nos refiere que ella había acudido en esa época a media noche al templo de Apolo para un sacrificio solemne. Dice en su relato, que pronto se deslizó a su lado una serpiente que retiróse poco después... Desde aquél momento quedó en el cuerpo de Acia la imagen de esta serpiente, que era el mismo Dios Apolo. Ella nunca la pudo borrar y por esta razón no quiso mostrarse más en los baños públicos.
Diez meses después de este acontecimiento dió a luz a un hijo, y por esta razón consideraban en Roma, que el recién nacido era hijo de Apolo.
El día en que nació, —62 a. Cr. n.— deliberábase en el Senado acerca de la conjuración de Catilina, y el feliz marido llegó un poco tarde con motivo del parto de su esposa Acia. Es cosa muy conocida, comenta Asclepiades Mendetos que Publio Nigidio, enterado aquí de la causa del retraso y hora del parto, exclamó «Nació el dueño del Universo!». Este hijo de Apolo y de Acia, en el noveno día recibió el nombre de Octavio, quien más adelante como el primer emperador de Roma, tomó el nombre de Augusto.
Cinco dioses rodeaban en la antigua Roma la cuna del recién nacido. Ellos decidían quién debía vivir y quién morir. Quién debía ser esclavo, y quién triste expuesto. Quién plebeyo o Caballero Romano, y quién el electo y dilecto Hijo de Dios, prócer deificado, redentor de su mundo, o Príncipe, embriagado por el humo del incienso le que rodeaba constantemente.
Cinco dioses decidían la suerte humana en la antigua Roma, sin que por eso nadie se sublevase contra la voluntad divina.
Hoy se dice que el hombre de voluntad libre es dueño de su propio destino, destino que nos espera ya en la cuna, porque es un regalo de Dios.
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