El vino es de todas las bebidas la más útil, de
todos los remedios el más agradable...
Plutarchos. Hygieina. 19.
Hé pent etría pin’ é mé tettara.
O cinco o tres beberás, pero nunca cuatro!.
Plautus. Stychus. V.4.
Así, como el vino con agua es siempre llamado
vino, aunque el agua domine...
Plutarchos. Moralia. Gamica.
Hay muchos que sólo existen para dos cosas:
para el Vino y para Venus.
L. A. Séneca. De brev. VI.
Baco era el inventor del vino, y los antiguos lo llamaban Liber, según Alejandro, porque en Beocia, en la ciudad de Eleuthería festejaban a Baco con el nombre de Eleuthereos, lo que significa ‘libertador’ y no por la libertad que el vino ofrece a la lengua, sino porque libera al ánimo de la servidumbre.
Entre todos los pueblos antiguos griegos y romanos fueron los helenos los que se destacaron por sus abundantes conocimientos en la vitivinicultura. Los tratados de Catón, Varro y Columella y Paladio, todavía pueden ser considerados como verdaderas joyas de la literatura técnica, completada con la legislación correspondiente, que reglamentaba el cultivo de los viñedos y a los infractores de los intereses nacionales los penaba severamente.
Leyes especiales establecían la defensa de las cosechas nacionales por medio de juramentos y por derechos aduaneros.
Conocemos un antiguo decreto del Senado en el que se ordenaba que en los juegos megalésicos los ciudadanos ricos que se invitaban recíprocamente a comidas destinadas a celebrar la fiesta, según una costumbre antigua, tenían que jurar ante los cónsules según la fórmula consagrada, de no servir ningún vino de origen extranjero, porque los vinos griegos, por su calidad superior comenzaron a hacer sentir su influencia en el mercado interno, no obstante que los vinos de Campania, pero especialmente los de las Colinas del Vesubio y de Sorrento, se destacaban entre los más exquisitos.
Afirma Columella que si uno quisiera conocer todas las clases de uva y vinos que existieron en el mundo antiguo, sería lo mismo que conocer cuántos granos de arena levantan los vientos en las llanuras de Libia. Aun naciones, vecinas entre sí, no están de acuerdo en lo referente a la terminología.
Entre las numerosas clases de uvas, tenían los romanos nueve solamente para el consumo directo: las Jaenas, Purpúreas, Tetas de vaca, Datilillos de Rodas, Datilillos de Libia, Cabrieles, las Afestonadas, Tripedaneas, Unciarias y las Cidonitas.
Las Venúnculas y Numisanias las guardaban colgadas y las conservaban hasta el invierno. Entre los vinos de producción nacional establecieron tres clases, a la primera pertenecían los Rebeliana, Fenicia y Eugenia. Dentro de la segunda clase de vinos eran muy conocidos Arcelana, Berri, Basilica, Cocolubis, Helvus Rosada, Albuel, Galenum y Caecubum de Caeieta.
Pertenecieron a la tercera clase, los vinos Emarco, Espionia, Oleaginia, Murgentina, Pompeyana, Numisiana, Venuncula, Merica, Retia, Pergulana, Fereola, Draconic y el «Vile Sabinum», cantado por Horacio y también el Spurcum, cuyo uso estaba prohibido en los sacrificios.
Catullo el poeta, canta con exquisita elegancia: «¡Siervo! Vierte en nuestra copa —sin endulzar con agua— , el vino añejo de Falerno, ya que así lo establece la Ley de Postumia». De esa manera no nos cabe duda alguna de que en la antigua Roma almacenaban los vinos en ánforas y toneles especiales para hacerlos añejos. Séneca interrogaba a uno diciendo: «¿Para qué bebes vino de más años de los que tú mismo tienes?» y Plutarchos nos refiere que cuando Sila consagró a Hércules toda su hacienda, dio al pueblo banquetes muy costosos en que se bebían vinos de cuarenta años, y más añejos aún, entre los cuales se mencionan los vinos «consulares» de Massicum, Murrinum, Nardinum y el Trifolium, que nunca se bebía sino hasta tres años después de la cosecha.
Sincerasto, en el Poenulus de Plauto, nos dice en su monólogo que en las casas particulares almacenaban ánforas, selladas con pez, con marcas declaradas con grandes letras. Una verdadera selección de los vinos más exquisitos.
Entre los vinos griegos fueron muy conocidas las marcas Mareoticas, Psithías, Saphorcias, Ametista, y gozaban de especial favor los vinos de las islas de Chipre, Lesbos, Lemnos Tasso y de Khíos en la zona Ariusia.
Estrabón elogia los vinos de Éfeso y acerca de la calidad de los vinos de Rhodas y Lesbos, Gellio nos informa por medio de una anécdota muy grata.
Dice que cuando el filósofo Aristóteles tenía sesenta y dos años de edad, le atacó una enfermedad que puso en peligro su vida. Lo rodearon sus discípulos y le pidieron que nombrase un sucesor que los guiara. Había entre sus discípulos muchos distinguidos, pero entre todos sobresalían Teofrasto y Menedemo: el primero era oriundo de la isla de Lesbos, y Menedemos procedía de Rodas.
Aristóteles respondió que oportunamente haría su decisión. Pocos días después, rodeado por sus alumnos de costumbre, les dijo que el vino que tomaba era áspero y nocivo, y por ello no convenía a su salud; pidió entonces que le trajesen vino de Rodas y de Lesbos. Sus discípulos corrieron entonces y trajeron los vinos deseados. Aristóteles tomó el de Rodas y lo probó. «Este vino –dijo– es fuerte y agradable»; probó luego el vino de Lesbos y expresó: «¡Buenos son los dos, pero el de Lesbos es más dulce aún!» Después de estas palabras del maestro, nadie dudó más de que el filósofo había designado a su sucesor por medio de aquel giro ingenioso y delicado, en la persona de Teofrasto.
El vino, tanto en Italia como en Grecia era baratísimo. En la época del Principado, el epigramista Marcial nos informa que un ánfora (26 litros) de vino costaba sólo 20 ases, y en Grecia se vendieron diez litros por un solo dracma. Ammiano Marcelino dice que «antes de vender mi vino al precio, prefiero guardarlo para apagar la sed de la cal».
Con semejantes bajos precios era muy natural que el vino muchas veces fuera preferido al agua, y la gente, especialmente los pobres fueron quienes aprendieron más fácilmente el vicio de beber. Los atribulados olvidaron sus penas y los que sirvían esclavizados, se sentían un poco libres.
Referente a la manera de tomar el vino, existía la forma griega y el estilo romano.
Los griegos tenían la costumbre de comenzar con copas chicas y al beber cada copa brindaban por los dioses y por un amigo, continuando la fiesta con copas siempre más grandes y con más alegría. Era muy preferido entre los griegos el vino mezclado con la resina de pino, pues este árbol fue consagrado a Baco. Esta clase de vino, preparado por los griegos euboenses, era también conocida en Italia, especialmente entre los pueblos que habitaban la cuenca del río Po.
En la bebida los romanos demostraron gustos refinados. Con preferencia «humedecieron sus pulmones» —como ellos solían decir— sólo después de las comidas con vinos o muy nuevos o bien añejos, porque detestaban los «medios vinos», que no tenían ya las virtudes de un vino nuevo, y tampoco, el sabor de uno añejo. Varron recomendaba no beber estos vinos, porque ni nos dan calor, ni nos refrescan.
Tomaban los romanos sus vinos enfriados. En muchas casas conservaban los trozos del hielo del invierno en sótanos especialmente aislados y no faltaban, desde luego, los nuevos ricos, que diariamente se hacían traer desde las montañas de los Abruzzos, la fresca nieve para templar sus vinos añejos y muy ardientes, cumpliendo de esta manera con los preceptos de las Fiestas Báquicas llamadas «Nefalias», en las que nunca tomaban el vino puro (merum!), sino mezclado con agua para templar y cumplir con un rito religioso122/a.
Referentes a los efectos del vino opinaban los antiguos que el tomar con medida es saludable porque «anapudza», es decir ‘reanima’ a los tristes y decaídos, y según Séneca, los delicados vinos hasta pueden fortalecer de nuevo las desmayadas venas. Séneca advertía a sus lectores que el vino inflama la ira, y por ello no es recomendable, y hasta sería muy conveniente prohibir el vino a aquellos que tienen un espíritu fogoso. Celsus en su tratado de medicina enumera con detalles los casos en que el vino puede ser un remedio, sin olvidarse de mencionar las enfermedades en que el uso del vino podría ser mortal126/a.
Al que tomaba vino sin medida, lo llamaban «bibax», bibosus, vinosus, vinolentus, es decir, ‘beodo que arrastra a sus comensales’, y donde hay muchos vinolentus el festejo suele terminar con violencia, transformando el calor ideal del vino en fría realidad y torpeza.
El vino libera las almas y suelta las lenguas, quizás por ello solían decir los griegos que «en to oino estín hé alétheia!», ‘en el vino está la verdad’. Sin embargo, la verdad del ebrio no tiene siempre la suerte de los dos jóvenes que tomando demasiado vino comenzaron a vituperar al rey Pirro. El rey, al enterarse del caso, hizo comparecer a los dos y les preguntó si era cierto que habían proferido aquellas injurias y como uno de ellos respondió «¡Esas mismas Oh Rey, y aun te hubiéramos injuriado más, si hubiéramos tenido más vino!». Pirro comenzó a reír al escuchar tamaña insolencia y los dejó libres.
Algo semejante ocurrió con el senador Rufus, que en un banquete, tomando más de lo necesario, criticaba acerbamente al emperador Augusto. El esclavo, que durante la fiesta estaba detrás de su amo, al otro día advirtió a su señor que cada una de sus palabras fueron anotadas por una persona. Le recomendó dirigirse inmediatamente al Príncipe y demostrarle su arrepentimiento, denunciándose antes de que lo hicieran otros. El consejo del fiel esclavo resultó acertado, porque el emperador sorprendido ante tanta sinceridad y arrepentimiento, se mostró benigno y concedió al imprudente senador su indulgencia, pensando quizás con Pyndaros, que «nada realza tanto la grandeza, como un generoso perdón»135/a.
Dionysio, el temido tirano de Siracusa, en semejante caso demostró más habilidad, pero sin misericordia. Refieren las apothegmas, que en una oportunidad le comunicaron sus «agentes in rebus» (espías) que dos jóvenes, tomando vino en una taberna, hablaron con poco respeto de él. El tirano, pocos días después invitó a los dos jóvenes junto a varios más a cenar. Durante el banquete observó que uno de ellos se emborrachaba enseguida, y sin darse cuenta, hablaba tonterías con lengua suelta. El otro, por el contrario, tomaba su vino con mucha cautela, y pensaba dos veces antes de pronunciar una sola palabra.
Terminada la cena, Dionysio dejó salir ileso al joven ebrio y charlatán, pero considerando que el muy precavido en el futuro podría ser muy peligroso, para librarse de un problema, lo mandó directamente al patíbulo. Los verdugos de Dionysio actuaron con discreción, rápida y muy silenciosamente.
La ebriedad fue considerada como un vicio que no conoce clases sociales, por ello no nos sorprende que entre los antiguos a veces los más fuertes ante el poder de un buen vino resultaron ser demasiado débiles. De Solón y Arquesialo se dice que fueron muy adictos al vino, y Livio está convencido de que la afición que Alejandro Magno tenía por el vino era uno de los factores que mermaba seriamente su talento militar.
También Roma tenía su grande hombre que se hizo adicto a este vicio. Séneca sostiene que a Catón lo tachaban de ebrio, pero el que a Catón censura, podrá quizás con más facilidad persuadirse de que la falta de Catón más bien pareció actitud honesta que vicio torpe y también Plinio nos dice que a este propósito César criticaba a Catón de un modo que le honra, pues dijo que «Catón hasta en la ebriedad demostraba tanta autoridad, que avergonzaba a los que le descubrían en semejante estado»..
Acerca de César, a su vez, ni su acérrimo enemigo Catón, ni otros detractores, podían negar que fue en el uso del vino muy sobrio. Muy conocida es la frase de Catón: «Entre todos aquellos que querían derribar a la República, había uno solo que estaba siempre sobrio, y este hombre era Cayo Julio César»..
Rómulo, el primer rey de los romanos, tomaba muy poco vino. Nos refiere Gellio que en una oportunidad en una comida bebió tan poco vino que llamaba la atención de sus comensales entre los cuales uno hizo la observación: «¡Mi rey Rómulo! ¡Si todos obraran como tú, entonces el vino se vendería muy barato!». «Pero por el contrario —replicó el rey— se vendería muy caro, si cada uno lo usara según su deseo, como hago yo».
Donde existe el mal, no faltará el remedio, y de esa manera conocemos que los antiguos recurrían a diferentes medios para quitar los efectos desagradables de la ebriedad. Los griegos emplearon los verdes lotos y los romanos, según la documentación de Marcial, se contentaban con masticar las hojas de laurel mientras que los habitantes de la ciudad de Síbaris, en la Magna Grecia, ingerían semillas de repollo. Los precavidos se dejaban acompañar por sus esclavos, los cuales tenían que cuidar de que sus dueños, ebrios no cometiesen algunas irreparables faltas. Los oídos de los príncipes eran en estas épocas numerosos...
El vino y las mujeres es tema que también merece un breve recuerdo. Polibio Megalopolitano sostiene que los romanos les prohibían beber vino a las mujeres, sólo les permitían beberlo cocido, que en su sabor parecía como un vino ligero de Agosthenes o de Creta. Podían beber las mujeres vinos condimentados como era la Murrina, mezclado con azafrán, áloe y mirra. Una ley de Rómulo prohibía a la mujer el uso del vino puro, y establecía para ellas la absoluta abstinencia, llamada en la lengua arcaica, temetum.
Catón nos dice que no solamente se las reprendía por haber bebido vino, sino que se las castigaba con tanta severidad, como si hubiesen cometido un adulterio. Valerio Máximo nos refiere que Egnatius Matellus mató a palos a su mujer a quien sorprendió mientras tomaba vino, y no sólo nadie lo acusó, sino que ni siquiera lo reprendieron y por el contrario consideraban que su actitud era la más correcta, porque la mujer que toma cierra la puerta a las virtudes y abre otra para los vicios.
Para impedir que la mujer cometiera esta grave falta dicen Plutarchos y Polibio, que ellas nunca podían guardar las llaves de las bodegas, además una costumbre muy antigua las obligaba a besar en la boca a sus parientes y a los de su marido, siempre que los viese, aunque fuera diariamente, para demostrar con su aliento, que no había bebido vino.
Tampoco a los niños les permitía Platón el uso del vino; opinaba pues, que sería un grave error «alimentar el fuego precisamente con el fuego».
Dícese que el vino es regalo de los dioses, quizás por ello pensaron algunos, que beber mucho es honroso, representa valor y al par es ofrenda religiosa para los Dioses, sin embargo, Séneca opinaba que el beber mucho es indigno porque el hombre se transformará en esclavo y en vulgar filtro del vino y por ello, el hombre sensato y sobrio repetirá con Eurípides: «Te quiero, pero jamás tanto como para poder permitirme que seas mi amo». No quiero pues, que después de mi partida, venga la gente a derramar vino sobre mi tumba para calmar mi sed, pensando que es mi único compañero en la muerte.
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