Era una estrella luminosa en el cielo romano el emperador Marcello. Uno de los pocos valientes, que llevaban siempre dos espadas, una en sus manos, la otra, con afilada punta, suspendida por un hilo sobre su cabeza.
Él también como tantos, de su padre recibió tan sólo la vida, y de la vida, la enseñanza, la sabiduría y el valor indispensable para ser emperador.
Tenía los ojos siempre sonrientes y con ellos, como si fuesen esponjas, lo absorbía todo; era un ser contemplativo que prefería escuchar a ser escuchado y su lengua nunca corrió con más prisa que sus sinceros y nobles pensamientos.
Como gobernante sabía que la pobreza e ignorancia son fuentes de vicio, enemigos de la obediencia, por ello, para eliminar el potencial mal, quiso dar a su pueblo educación y lo trataba con justicia. Consideraba pues, con Isócrates, que más perdonable es ser vencido, que ignorar lo que es justo y digno. Dijo con Catón que para ser justo suficiente es al menos querer serlo. Marcello, estaba convencido de que la justicia nace de la sumisión voluntaria, de ésta la obediencia, y donde hay obediencia hay también libertad, que no es como la riqueza, un don de pocos, sino un bien que pertenece a todos.
Él mismo comenzaba a mandar cuando ya había aprendido a obedecer y a escuchar. Dijimos que sólo mandaba, porque, como Alejandro, consideraba más digno dominarse que dominar, y como discípulo de Periandros, estimaba que su pueblo podía protegerse mejor con el manto de la benevolencia que con el filo de las espadas de la guardia pretoriana.
Marcello distinguía entre los sophokleis, que le halagaban sin estar convencidos, y los amigos, que le criticaban con lengua suelta por los vinos regalados, y los adversarios, que llevaban la alegría en la frente, amargura en el corazón, ceguera en los ojos y odio en sus propósitos.
Marcello sabía que un enemigo nunca resulta mejor amigo que en la muerte, sin embargo los toleraba, porque sabía que peligro es vivir sin enemigos y por ello opinaba que en la vida de todo pueblo sano indispensable es la oposición.
Amaba a la gente y hasta a sus enemigos los indultaba, para que a él, quizás precisamente por ello, nada le fuera perdonado después.
Entre los tantos malvados no faltó uno que cortase el hilo del que pendía la espada damoclesiana de Hierón sobre su cabeza.
Marcello, víctima de un soldado traidor, no pudo evitar que se tiñera con su propia sangre la toga cándida, que llevaba bajo la púrpura real. Con los últimos suspiros dijo que con la vida que se le iba no perdía nada, porque era dueño no del mundo, sino de sí mismo y ahora —continuaba expresando— doy mi vida a cambio de la eternidad, y dejo mi imperio a aquel de vosotros que tenga más afilada la espada y sea amigo de la serenidad.
Con estas perennes palabras en sus labios entró Marcello en la inmortalidad y en el corazón del mundo Romano. Murió un hombre virtuoso, cuyo único defecto era, justamente, no tener ninguno.
En sus funerales, los adversarios al grito fanático de «ni contigo, ni sin ti» se ahogaron en vino y en las crecientes de las lluvias torrenciales que cayeron en esos días.
Los anales dicen que las aguas no vinieron del cielo, sino de los desamparados y tristes, porque eran lágrimas.
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