«¡...la que pueda, comprará adornos! La que no pueda,
pedirá dinero a su marido. ¡Desgraciado será el marido
que no acceda, pues lo que él niegue se lo dará otro!
M.P. Catón.
Cuenta Livio que a las romanas les gustaban mucho el tocado, los adornos y especialmente los vestidos lindos; esto es lo que las distingue, ese es su mundo, como dijeron nuestros antepasados.
En los tiempos más lejanos, durante la época de la monarquía y la república, las romanas se vestían con ropas largas. Más adelante por la amplia influencia helénica llegó la moda de la túnica recta para las mujeres, la khitón, modesto vestido a la griega, cuyas mangas cubrían todo el brazo, y caían sobre la mano hasta los dedos. Dice Gellio que estos vestidos eran muy anchos y también muy largos para ocultar a las miradas los brazos y piernas y otros atractivos de la mujer antigua. Las matronas cubrieron esa túnica recta luego con la estola, un distintivo especial de las mater familias y mujeres honestas.
Indumentaria de las mujeres casadas por excelencia era el velo. La novia cubría toda la cabeza con uno de color amarillento, como la llama; por ello se llamaba flammeum.
Sin éste la romana no podía estar en presencia de los dioses, no podía entrar en el templo y santuarios de sus divinidades. Cubría su cabeza para quitar de su vista toda otra cosa, fuera de su esposo y de la meditación de los sacrificios, en que tenía que participar ya desde el acto del casamiento. Tuvo que intervenir en los sacrificios en el sentido estricto y amplio de la palabra, pues la romana sabía muy bien que el connubium es también conjugium, yugo común, lleno de sacrificios diarios.
Simbolizaba el velo la situación ordenada y tranquila de su portadora. La romana de luto se quitaba el velo, desaliñaba sus cabellos y rasguñaba sus mejillas. Su velo era el símbolo de ser poseída, símbolo de una profunda concentración durante los sacrificios y señal segura de una vida ordenada.
Con el curso del tiempo, especialmente en la época del principado, Roma estaba inundada con las más exquisitas mercaderías de Oriente; tejidos de seda transparente, púrpura de Fenicia, joyas, piedras y perlas. Las romanas se calzaban con sandalias multicolores, con cintas de oro, forradas con púrpura, sandalias que hoy en día reaparecen en la indumentaria de la mujer moderna latina.
Las telas con que se vestían, eran tan ligeras que —según Luciano— constituían un pretexto nada más, para decir que no estaban en cueros. A través de este vestido, se distingue el cuerpo con más facilidad que el rostro, excepto los senos, que llevan siempre atados con el strophium, pero solamente aquéllas que los tienen feos.
Séneca, el estoico filogíneo dice: «Veo vestidos de seda, si es que se puede llamar vestido aquello en que no hay cosa que defienda el cuerpo ni la vergüenza, porque después de puestos, no habrá mujer que pueda jurar con verdad que no está desnuda».
Éstas son las mercaderías que se traen a elevados precios por el comercio de gentes peregrinas para que nuestras mujeres no muestren más a sus amantes en sus nidos de amor, que lo que muestran a los demás en las calles públicas.
Lo llamaron seda a esta tela, por el nombre latino sericum o bombix, por haber sido importada por los sericarios, comerciantes de seda, desde el pueblo Serici y Bombay de la India, y también desde China. Los anales chinos a menudo mencionaban a los comerciantes, sericarios romanos que vinieron de la gran ciudad Ta-Tsin, es decir de Roma.
Este tipo de seda oriental de la India y China tuvo un extraordinario éxito, pues Ammiano Marcelino dice que en Roma se vendía a peso de oro. Quizás por esta razón concedieron premios a la perfección y fabricación nacional de esta tela para poder salvar el equilibrio de la economía política de Roma.
Tácito en sus Anales critica el excesivo uso de esa tela y observa que con «los vestidos de seda de las mujeres nos llevan nuestro dinero las extranjeras y enemigas naciones». Por ello, sostiene el insigne romanista Bonfante, que «el comercio con Arabia, con la India y el extremo Oriente representa uno de los puntos más oscuros de la economía imperial de Roma. Los valiosos productos de la India, los aromas, las perlas, las piedras preciosas, el marfil y sobretodo la seda, se pagaban solamente en parte con productos elaborados en el imperio, como por ejemplo vinos, alfarería y otros productos agrícolas. El resto se debía pagar al contado, y la balanza comercial era constantemente desfavorable para los romanos. Plinio, el mayor, dio su voz de alarma sobre los daños causados por este comercio de seda que dejó al Imperio reducido a un mísero estado de pobreza.
Esta clase de seda oriental, sericum y bombyx tenía la culpa de que la tan púdica romana de la época de Numa Pompilio poco a poco se transformará en la «destapa piernas» de Lycurgo y luego en la «destapa cuerpo» del Imperio.
La romana se aficionaba mucho a las joyas: y con razón, pues los hombres mismos le dieron el ejemplo. Dice Marcial, que Carino llevaba ostentosos seis anillos en cada dedo.
Las romanas siguieron el ejemplo, y llevaban anillos en cada dedo, excepto en el de la mano izquierda, inmediato al meñique, que fue reservado para el anillo de alianza. Esta costumbre todavía vigente, la explica Apión en sus Egypcíacas, donde dice que la ciencia que los griegos llaman anatomía, y que se practica habitualmente en Egipto, hizo descubrir un nervio muy desarrollado, que en el hombre va desde este dedo directamente al corazón.
Llevaban las romanas piedras rojas, rubíes, que valen muchos talentos, y cuelgan en sus orejas. Una corona de las piedras indicadas rodea la cabeza de la romana; costosos collares penden de su cuello, y el oro desciende hasta el extremo de sus pies para defender la parte del talón, que dejan descubierta. Por la orfebrería etrusca elaboradas serpientes de oro ciñen sus muñecas y también sus brazos.
En lo referente a la forma y clase de la serpiente de oro, y la razón de esta moda, como un curiosidad quisiéramos observar aquí, que ceñían sus muñecas con la serpiente de oro que representaba a Júpiter, quien en forma de serpiente solía visitar a las romanas, a las cuales eligió para ser madres de semidioses, como ocurrió con la madre de Augusto, Escipio y Alejandro Magno también.
Utilizaban como brazalete la serpiente de oro desde el tiempo de Octavio Augusto, que en su triunfo lleva consigo la estatua de Cleopatra cuyo brazo izquierdo estaba ceñido por una serpiente áspid, representando la manera en que se suicidó.
La tercera clase era una serpiente erguida, de oro, utilizada como aguijón, o como alfiler para la túnica recta. Esta serpiente era la forma en que se les apareció Aesculapio de Epidauro, Dios Alexicakos, protector de la medicina a los romanos cuando éstos —para combatir una peste — trajeron su imagen a Roma.
Dicen que adorno excesivo llevaron únicamente mujeres del Suburra cuya profesión requirió que fueran especialmente atractivas.
Éstas sobre todo, si eran feas —dice Luciano —, se visten con traje todo de púrpura, pero sin la estola, sin la prenda característica de la mujer honesta. Tales mujeres se cubren de oro el cuello. Emplean el lujo como medio de seducción y suplen con adornos extraños la falta de hermosura. Ellas piensan que el brazo parecerá más blanco si en él brilla el oro; que la mala forma de sus pies quedará escondida en el áureo zapato, y que el mismo rostro se trocará más amable con los reflejos de este metal precioso.
Esto hacen las cortesanas, pero la mujer honrada sólo lleva el oro necesario, preciso y propio, agrega Luciano, crítico agudo de su convulsionada época.
Referente al empleo de la púrpura y a las joyas en el vestido de la romana, cabe observar que la más antigua legislación prohibió utilizar a las mujeres más de media onza de oro y llevar vestidos de diferentes colores. Especialmente la púrpura, pues en Grecia y también en Roma, empleaban púrpura en sus vestidos con preferencia las cortesanas y otras mujeres, como las infames bailarinas y comediantes.
Cuando la púrpura, por su uso en la Magistratura recobró de nuevo su buena fama, solicitaron las mujeres la abrogación de esta Ley tan uniformizante. Catón, el Mayor, expresó su temor acerca de la abrogación de la Ley Opia, pues según su opinión: «debilidad censurable es avergonzarse de la pobreza», y continuó diciendo: «Romanos... queréis establecer entre vuestras esposas una rivalidad de lujo, que lleve a las ricas a emplear adornos que ninguna otra puede llevar y a las pobres a gastar más de lo que permiten sus recursos para evitar humillantes diferencias. ¡Creedme! Si se avergüenzan de lo que realmente no es vergonzoso no se avergonzarán ya de lo que realmente lo es: la que pueda, comprará adornos, la que no pueda, pedirá dinero a su marido. Desgraciado será el marido que no acceda, pues, lo que él le niegue, se lo dará otro...».
El excesivo deseo de tener joyas en cantidad y en calidad lo consideraban algunos romanistas, como el índice del simple deseo de demasiado lujo y avidez de la romana; a nosotros nos parece que la real causa de esto la explica la circunstancia de que la romana, fuera de su cuna y méritos individuales, sentía la viva necesidad de tener joyas y alhajas, porque éstas le servían como entrada a la exclusiva sociedad. Solamente muy pocas podían permitirse el lujo de poder prescindir del lujo y reemplazar las alhajas con el brillo que les daba la propia personalidad.
Confirma nuestra tesis Polibio Megapolitano, quien nos refiere que «Escipión recibió de la herencia de su madrastra... Emilia, ricas alhajas, propias de su rango social». Escipión las entregó a su madre Papiria, que vivía repudiada por el padre de Escipión y según Polibio, «no tenía joyas con que sostener el esplendor de su nacimiento». Sin estas joyas n+o podía presentarse en las reuniones y ni siquiera en las ceremonias publicas.
Las joyas y alhajas en la antigua Roma eran los más importantes adornos para las mujeres y fueron consideradas como los galones militares. Constituyeron elementos calificantes para la «Sociedad Romana»; fueron los índices indiscutibles de la situación económica familiar. Quizás por estas razones aceptó el patricio Senado los argumentos de Lucio Valerio, y rechazó los de Catón, abrogando de esa manera la apremiante Lex Opia, cuya desaparición abrió la puerta para toda clase de decadencias y aberraciones, vaticinadas de manera casándrica por Catón: «La elegancia femenina no significa la delicadeza del espíritu, sino sólo el simple refinamiento de los vestidos». Gellio dice que más adelante dejaron de censurar a la elegante mujer, pero nunca se la creyó digno de elogio.
A otros les pareció que Catón tenía razón, pues el refinamiento externo es una expresión cultural de un espíritu noble.
En esta discusión existen dos puntos cardinales, pues en lo que atañe al papel calificativo opinamos que el oro y los brillantes en este sentido desempeñan sólo un papel relativo, porque una verdadera dama puede llevar joyas de fantasía, y nadie dudará que son de oro, mientras que una mujer sin la estola, y sin el correspondiente fondo moral y espiritual inútilmente llevará sus brillantes: para la gente lucirán como vidrio y su oro parecerá como cobre barato.
La portadora califica a las joyas, pero nunca viceversa. Donde hay espíritu rico, no faltarán las joyas. Por ello coincidimos con Adelfasia, de Plauto, cuando dice: «Prefiero mi sencillez, antes de ser engalanada con las joyas del mundo. El oro, la suerte te facilita encontrarlo, pero el ser amable viene de tu alma. Antes quiero se buena, que afortunada. ¡El color de mi pudor, es mi púrpura, y mi alma es limpia, brilla mejor que cualquier joya! Las costumbres torpes manchan mejor y más caro que los vestidos, pero el alma limpia embellece hasta a la mujer más fea.
Quedan perennes las palabras de Focia, ilustre griega, quien con noble orgullo contestaba a su amiga cuando le preguntaba por sus joyas: «¡Querida Amiga!», ¡mi único adorno es mi marido, Foción!» y la afamada romana Porcia, lucía contenta con sus adornos: «¡Soy la hija de Catón y la esposa de Bruto!».
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