... porque en plena Grecia Diagondas, el
Tebano, abolió por una Ley perpetua todas
las fiestas nocturnas...
M. T. Cicerón: De leg. II.
Dos siglos antes del nacimiento de Cristo vivía un griego de oscuro linaje en Etruria, que declarábase supremo sacerdote del culto de Baco y para obtener adictos, entre las prácticas religiosas hizo obligatorios los placeres, que nacen del vino, de la embriaguez y la oscuridad, tan favorables a toda clase de desórdenes.
Refiere Livio que esta repugnante práctica, que nada tenía de religiosa, pasó como una epidemia de Etruria a Roma, donde en el bosque sagrado de Similia muy pronto se afincó y bajo las órdenes de sacerdotes corruptos y corruptores entregábase una impresionante cantidad de hombres y mujeres a este culto de misterios obscenos.
Una turba de depravados jóvenes y muchachas se reunía periódicamente durante la noche en los lugares más apartados, donde los primeros se destacaban por sus aberraciones sexuales y las mujeres por caer en el abismo moral. Quizás por esto, la participación del sexo femenino fue considerada luego como el origen del mal.
Los sacerdotes reclutaron sus adictos entre los adolescentes de hasta veinte años de edad. Sabían pues, que los jóvenes a esa edad se prestaban más fácilmente a la seducción y la deshonra, como lo observa acertadamente Livio.
Los que al comienzo de los misterios se arrepentían, y se negaban a prestar el juramento ritual, eran inmolados sin misericordia alguna y con la infernal algazara de la orgía y de los címbalos ahogaban a la manera cartaginesa los desesperados gritos del pudor ultrajado.
A consecuencia de estas infames orgías nocturnas, surgidas como hongos después de la lluvia, aumentó la cifra de los degenerados, de los perjuros, las firmas falsificadas, testamentos apócrifos, envenenamientos y asesinatos secretos, con cadáveres desaparecidos. La moral romana, como un dique rajado, estaba por derrumbarse.
Estas reuniones nocturnas, por razones no aclaradas, durante años pasaron inadvertidas para la policía romana, hasta que el triste caso del joven Aebutio logró despertar a los responsables, que con la conciencia adormecida y sumergida en la indiferencia, mal velaban la seguridad del pueblo romano.
La denuncia formulada por una adicta arrepentida, Hispala, alarmó a los senadores, que si bien con demora, pero todavía a tiempo, llegaron a comprender que nada era más apto para destruir el culto y la base de la nación, que la introducción de las prácticas extranjeras. Diéronse cuenta de que todos los excesos del libertinaje y los asesinatos no aclarados provenían de esa nefasta y abominable sociedad secreta, que con sus luctuosas reuniones nocturnas, constituíanse en el azote más terrible y contagioso que jamás sufriera antes la República Romana. En consecuencia, los senadores, por medio de un Senatoconsulto resolvieron destruir estas fiestas bacanales.
Los cónsules, encargados de la depuración, procedieron tanto en la ciudad, como también en toda Italia. Las puertas de Roma fueron sorpresivamente cerradas, para atrapar a los culpables. En la redada cayeron además de los tres cabecillas, otros siete mil adictos, entre los cuales muchos, en la imposibilidad de huir, se quitaron la vida. El resto en un juicio público, breve y sin sutilezas resultó condenado. Los simples partidarios quedaron confinados en cárceles, pero la mayoría, cerca de cuatro de mil, fueron ejecutados. Los hombres, públicamente, y a las mujeres, se las entregó a sus familiares para que fuesen ultimadas en secreto por su propios parientes.
Uno de los secretos de la grandeza de Roma fue el hecho de que esta nación de hombres fuertes siempre tuvo cónsules íntegros y honorables, que sabían despreciar el dinero y velar por la integridad moral del estado romano; y en caso de necesidad no vacilaron, ni un momento, en extirpar una úlcera del Estado con hierro candente en manos también de hierro.
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