sábado, 21 de junio de 2008

LOS SOPHOKLEIS


Los teatros aplauden,
los prados braman
Agustín, De Civ. Dei.XI.8.

Tengo por afrenta lo que me dice
el amigo, y considero bufonada
si lo mismo me dice mi esclavo.
L. A. Séneca, De const. 12.

Comenta Cicerón que cuando le preguntaron a Temístocles cuál era su música preferida, contestó:

—¡El sonido más dulce para mí, es escuchar mi elogio!

De esta manera entendemos por qué la antigua y policromática sociedad grecorramana, que no podía imaginar virtud más codiciada que la fama y la gloria, prácticamente se dividía en dos clases principales: los que aplaudían y los que eran aplaudidos.

Dícese que el afamado intérprete del teatro romano, Quinto Roscio, consideraba que su mejor honorario era más bien el aplauso que el sestercio o el denario. Plautus al terminar sus comedias, solicitaba siempre un plaudite para sus artistas, cuya versión castellana es pedir ‘un aplauso para los actores’.

Nerón, el emperador, en su papel de comediante no estaba seguro de su éxito y, para asegurar su reconocimiento, hizo inscribir en el Colegio a cinco mil caballeros romanos, apuestos jóvenes con fuertes pulmones y manos. Eran éstos los llamados augustianos, cuyo único oficio era elogiar en la calle y aplaudir en un teatro a su abufonado emperador.

Oral era el procedimiento civil en la Roma, y los abogados —oradores que arengaban desde la tribuna— sabían que el tiempo corre con el agua de la Clepsidra, y el índice de la elocuencia y la fama aumentaba o disminuía según el numero de aplausos y los gritos de «¡Bravo!», cuya versión greco-latina era la palabra «sophos

Sabían esto no sólo los abogados sino también aquellos que aplaudían y exclamaban sophos! Estos inescrupulosos, llamados por Plinio «sophokleis» se organizaban en colegios y alquilaban sus costosos servicios a los Advocatus y Causidicos que de esta manera tan fácil intentaban abrirse camino hacia el lejano éxito. Eran estos «sophokleis» maestros de las exclamaciones y del aplauso y dirigidos por las apenas visibles señas de su director, llamados «mesokhoros», actuaban con tacto y acierto, como un bien dirigido coro polifónico.

La gente acaudalada (timokrates) —nuevos ricos y parvenus— contaban igualmente con un sinnúmero de aduladores, llamados «laudi-coeni» que al ser invitados y al par pagados con una suculenta cena, decían todo lo que querían que se escuchara. No cesaban de comer y de elogiar las virtudes no existentes del anfitrión, que era más bien conocido por sus vicios. Admiraban con voz chillona los cristales fenicios —robados en Grecia— y los manteles y moblaje en el triclinio, adquiridos por vil precio en Bythinia. Aseguraban a los comensales que la inmensa riqueza del dueño de casa:

—¡Oh, no! No es de un peculado, sino que viene de una herencia, pues el pobre, al dejar su gobierno en Iliria, como ya me imagino que lo sabrás, Amice, ¡casi perdió todo su patrimonio!

Roma, centro del mundo antiguo, crisol de abigarradas costumbres y vicios, consideraba a los sophokleis y laudi-coeni como un mal necesario, y por ello, en vez de eliminarlos, los fomentaba con mal solapada indiferencia por todos los medios.

Sabían los abogados que los sophoklein cobran por el aplauso, y venden muy caras sus exclamaciones de «sophos! sophos!».

Los nuevos ricos, desplumadores de las provincias y los usureros empedernidos no dudaban que los laudi-coeni, que mienten por una cena, al salir de la casa sacan la lengua y gritan la verdad. Lo sabían bien todos; sin embargo, no querían ni podían prescindir de sus servicios pagados, porque en Roma, para ser alguien había que ser envidiado por la fama y los elogios.

Nerón, el emperador, dueño de millares de «augustianos», al saber que sólo Jano con su doble cara puede ser la verdad entre elogios y burlas, influido por su maestro Séneca, muy pronto advirtió que el aplauso de los ignorantes no puede aprobar los actos y dichos del sabio, por ello, en su afán de encontrar la pura verdad, decidió seguir el ejemplo de Antíoco, para librarse de los elogios fingidos que con sus mentiras siempre ocultan la verdad. Dice Tácito que Nerón empleó en su corte imperial un giboso —ingenioso y al par malicioso zapatero— llamado Vatinio, que sabía aprovechar bien la libertad de hablar que le dieron. Éste, con sus bufonadas perspicaces, saturadas con dichos agudos y al par agrias críticas, pronto restableció en la corte el tan anhelado equilibrio entre la mentira y la verdad, la fe en las palabras, que Nerón había perdido tiempo atrás, en un mar de fingidos elogios.

Parece que su ejemplo hizo escuela, porque, según los informes de Séneca, existía en Roma en este tiempo «una licenciosa urbanidad que los esclavos tenían para con sus dueños; esclavos, cuya audacia y procacidad puede extenderse a los convidados, después que empezó en su señor. Cada uno de estos esclavos, cuanto más parecen abatidos y ridículos, más osada es la lengua que tienen». Agrega aun que en Roma, para este fin, se suelen comprar muchachos ingeniosos cuya libertad se perfecciona con maestros que les enseñan a decir injurias pesadas, y nada de esto tienen por afrenta, sino por el contrario, piensan que es moda y agudeza.

Luciano sostiene que los sophokleis nos engañan, y por ello no nos conviene ni escucharlos. Sin embargo, él mismo, nos advierte en otro pasaje de su obra que el elogio falso a veces puede servir en la amargura como piadoso medicamento, que nos facilita saber un poco olvidar o recordar.

Dice que Stratonice, célebre esposa de Seleuco, propuso un certamen entre los mejores poetas con el premio de mil drakhmas atticas para el que supiera celebrar mejor la hermosura de sus cabellos.

El día del concurso los poetas recitaron públicamente sus versos, en los que dijeron que los cabellos de la reina eran como flores de jacinto y sus bucles profusos como hojas de apio.

Refieren los anales que Stratonice los escuchaba conmovida, olvidando la realidad. Sus ojos y sus felices sonrisas estaban bañados en las perlas de sus lágrimas. Era un momento feliz de su vida, porque mientras escuchaba a los poetas y sus elogios, olvidaba la larga enfermedad por cuyo efecto no tenía ni un solo cabello.

Dicen los antiguos autores que los «sophokleis» mienten y que además, por ser ignorantes, no son dignos de aplaudir. Los únicos, que pueden reconocer nuestros actos y discursos son los sabios, cuyo aplauso, según Gellio no es teatral, sino musoniano por ser el solemne silencio.

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