La sabiduría sin justicia no tiene ningún valor
M .T.Cicero: De off.II.9.
La equidad resplandece por sí misma y la duda trae consigo sospecha de injusticia...
M. T.Cicero, De off.I.9.
¡La ley es como nosotros! Tiene cuerpo y alma, es decir, su letra y también su espíritu.
Aplicar la ley según su letra y alma, es ejercer humanamente la justicia, pero interpretar solamente su letra, sería justamente lo mismo que cometer una injusticia por medio de la misma ley, que parece más muerta que viva, porque carece de espíritu.
La letra de la ley sola, es (a veces) injusta porque ignora la importancia de la fuerza mayor, y al mismo tiempo es inflexible con los ignorantes que desconocen la existencia de la ley. La letra de la ley es ingrata, cruel y como es también ciega, ni siquiera advierte que su mero cumplimiento puede ser más bien el fin pero jamás la finalidad de la ley.
La aplicación de la letra desconoce la fuerza mayor. Dice Cicerón que existía una ley entre los lacedemonios, según la cual el encargado de traer las víctimas (bueyes y ovejas) para los sacrificios, si no las presentaba el día señalado, debía ser castigado con la pena capital.
En una oportunidad, al acercarse el día de los sacrificios, el ayudante de los sacerdotes comenzó a llevar los animales desde el campo a la ciudad, pero el Eurotas, río que corre junto a la ciudad de Lacedemonia, a causa de las grandes lluvias corría tan impetuoso y crecido, que resultaba imposible cruzarlo y pasar las ovejas. El que las guiaba, púsolas a la orilla del río en un sitio que podía verse claramente desde la ciudad, e hizo esto para demostrar a los pontífices que él había querido cumplir con los preceptos de la ley, pero, por fuerza mayor, no podía hacerlo. Desde la ciudad pudo apreciarse que la súbita crecida del río era el único impedimento para cumplir con la ley, no faltaron sin embargo los que acusaron al encargado de traer los animales de incumplimiento, y solicitaron contra el inocente la aplicación de la pena capital.
Algo semejante ocurrió con los Rodios. Establecía una ley que si llegaba una nave rostrada al puerto, se la pusiera en venta. En una oportunidad los vientos de una gran tormenta en el mar, arrojaron un navío al puerto de Rodas, no obstante que la tripulación hizo todo lo posible para evitar ese lugar.
El prefecto del puerto, puso la nave inmediatamente en subasta, cumpliendo así fielmente con la letra de la ley, pero olvidando que la nave no fue llevada por sus tripulantes, sino por las impetuosas olas del incontenible mar.
Ya hemos dicho que la letra de la ley es también inflexible con aquellos que ignoran su existencia. Dice Tulio que había cierta ley que prohibía bajo pena capital inmolar un becerro a la diosa Diana, ley creada en una ciudad marítima.
Ocurrió una vez que navegantes, atribulados por una tempestad, hicieron el voto de que si llegaban a un puerto sanos y salvos sacrificarían un ternero al dios o divinidad que allí se venerare.
Llegan al puerto sanos precisamente de este pueblo, e inmolan como señal de agradecimiento un ternero en el templo de Diana. Los acusaron inmediatamente, y el argumento de los infelices —»no sabíamos que era ilícito»— lo rechazaron los acusadores, diciendo:
—!Habiendo hecho lo que estaba prohibido, vuestro castigo es el suplicio!
Notable es el caso del peregrino que en una noche desde los muros advirtió la presencia del enemigo, y alarmó a la ciudad; el pueblo muy agradecido, lo llamaba «salvador» pero, al día siguiente, lo procesaron por haber paseado en la noche sobre los muros y como señal de la mayor gratitud le aplicaron la letra de la ley, cortándole la cabeza.
Por emplear la letra sin el espíritu se pudo llegar hasta tal extremo, que en vez de doblegarse la ley ante la utilidad pública, esta última tenía que sacrificarse ante aquélla, que por carecer de espíritu, desde luego era muerta. Y esta situación paradojal nos la demuestra el caso citado por M.T. Cicerón, quien dice que en un pueblo latino la ley prohibía abrir las puertas de la ciudad durante la noche. Pero ocurrió aquí que durante la guerra, cuando la suerte de la ciudad casi era sellada, uno de los guardianes una noche abrió las puertas para dejar entrar las tropas de la alianza que de improviso aparecieron allí. La ciudad se salvó, gracias a la llegada de los auxiliares, pero al guardia que los introdujo, en vez de cubrirlo de elogios, en el fiel cumplimiento de la letra de la ley, le quitaron la vida .
Dura lex, sed lex! ‘Dura es la ley, ¡pero es ley!’, reza el antiguo lema, sin embargo, ni siquiera ese principio nos puede hacer olvidar, que si la letra de la ley es el «Summum Jus», entonces su efecto no puede ser, sino la «summa injuria».
Existía también en Roma la Justa Injusticia. Era siempre un acto realizado por los magistrados, cuya finalidad consistía en aclarar la pura verdad, y al par, dar a cada uno lo suyo, ni menos ni más.
En aras del interés particular en la antigua Roma, perdonábase al que antes de la sentencia por medio de prebendas corrompía a su acusador, pues se estimaba que debían ser dispensados los que de esa manera tan injusta querían encontrar su propia injusticia, porque quizás esa era la única manera de salvar la vida.
A su vez, en nombre de la Utilidad Pública, escrita en Roma siempre con mayúscula, cometieron muchas injusticias, las cuales en sus efectos más de una vez resultaron ser sumamente justas.
Cuando el prefecto de Roma fue asesinado por uno de sus esclavos, Nerón el emperador, en base a una antigua ley de seguridad, hizo ejecutar la totalidad de los cuatrocientos esclavos de la víctima y, si no agregó a éstos también sus libertos, fue, porque según Tácito: «No quería alterar por la crueldad aquella antigua costumbre, que no podía reemplazar con la misericordia!».
Durante la milenaria historia de Roma, los tribunos militares más de una vez se sintieron obligados a diezmar las filas del ejército, sin tener por ello ni siquiera el mínimo conflicto con la conciencia, consideraron pues los romanos con Polibio, que «si la multitud de los inculpados hace imposible el castigo», entonces por la culpa de todos tienen que sufrir por lo menos algunos, además de que «todo gran ejemplo tiene en sí algo de injusticia, pero la injusta desgracia de pocos —dice Tácito— servirá con seguridad al justo interés público de todos».
La injusticia que virtualmente nace de un acto que con fines aclaratorios manda realizar el magistrado, los antiguos la recordaban con el nombre de la «justicia claudiana». Era éste un sistema, que más de una vez repetíase ante los tribunales también de otros príncipes; justicia como la salomónica, parece que era reservada solamente a los más altos jueces. En el Foro, ante el tribunal del emperador Claudio, en una oportunidad una distinguida señora romana se negaba rotundamente a reconocer que el apuesto joven que tenía al frente, fuera su hijo. El emperador, al ver que las pruebas resultaron dudosas, decidió cometer entonces una justa injusticia, en cuanto mandó que la mujer, acto seguido se casase con el joven. Mas ella se arrodilló entonces ante el emperador, y confesando entre lágrimas la verdad, le suplicó al Príncipe, que no la obligara a casarse con su propio hijo.
En forma semejante actuaba el emperador Galba, ante cuyo tribunal se presentaron dos ciudadanos, disputándose la propiedad de un buey de carga. Las pruebas eran dudosas por ambas partes, y los testigos, como siempre, sospechosos. La cuestión parecía naufragar en un mar de mentiras. Galba, en vista de ello decidió entonces que se llevase el animal con la cabeza cubierta a la laguna donde acostumbraba a beber. Una vez allí, lo dejaron libre y ganó el complejo litigio aquel, a quien el buey se dirigió espontáneamente.
Sila, el verdugo del pueblo romano prometió por medio de un decreto la libertad a todos los esclavos que se prestasen a denunciar el paradero de sus amos proscriptos. No faltó uno que denunciase a su señor inmediatamente, y Sila cumplió su promesa, porque decretó la libertad (manumisión) del esclavo, pero, para dar también a cada uno lo suyo, ordenó que el infiel siervo ya liberto, fuera precipitado desde la Roca Tarpeya, pena que establecía una antigua ley. El acto de Sila, sin duda, era una injusticia justa.
Todas estas justicias injustas y justas injusticias las ejercieron los antiguos romanos con la audacia de la conciencia pura y con la indulgencia catoniana, que advertía a sus conciudadanos que «para ser justo, sin preocuparse mucho, es suficiente con querer serlo».
sábado, 21 de junio de 2008
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