EL ANTIGUO ROMANO Y LA INJURIA
«Lo que de él se dice, no puede decirse! y
lo que puede decirse, no se dice!»
M. T. Cícero. Rhet. a C. Her.
Los antiguos romanos llamaron injuria a todo acto que carecía de derecho. Especialmente consideraron tal a la contumelia, palabra que deriva del verbo latino «contemnere», es decir despreciar, porque injuria es despreciar al otro.
El antiguo romano, demasiado humano, sin embargo inventó numerosas clases de desprecios: numerosos medios para ofender y gozar ante el dolor de otro como si éste fuera un lejano y no un prójimo nuestro.
Séneca considera que son injuriosos los que nos ofenden por causas y medios distintos.
¡El orgulloso te ofende con sus desprecios!
El rico con su altanería,
El impertinente con su torpe vocería
El envidioso con su malignidad
El contradicente con su mote: ¡Hazme la contra
para que seamos dos!
El vanidoso te ofende con sus mentiras
El impúdico con sus ofertas necias
El cínico con su agria ironía
El difamante con su cobardía
El intruso te ofende en tu casa y
El iracundo con su provocación constante.
A veces te ofende el amigo cuando alquila para tí un peligroso enemigo. Para matar a Julio César, concurrieron menos enemigos que amigos, cuyas insaciables esperanzas no había satisfecho.
En la antigua Roma habían orgullosos, que nadaban en el dinero, y despreciaban a todos los que estaban ahogados por la miseria. Lo único que sabían apreciar era el Denario, y todo lo demás era despreciado, e injuriado. De lejos reconocían el oro, pero desconocían a sus pobres prójimos. Eran estos los miopes de los antiguos, miopes sin alma, y sin anteojos... El orgullo les quitó la buena vista, para ellos era suficiente si el denario, y el sestercio les dió el «visto bueno».
No faltaban desde luego los groseros. Crysippo vió llorar en el Senado a Fido Cornelio, yerno de Ovidio, porque Corvulo le llamó «!Avestruz pelado!», y a Léntulo le ofendió Démonax diciendo: ¡Qué linda es tu toga Léntulo! Toga de fina lana de un cornudo carnero!». Marcelo elogió a Tullio: «¡Tú eres como el gran pretor Verres!». La comparación era la peor injuria, pues nadie ignoraba que Verres era ladrón y la vergüenza de la República. Este mismo Verres vociferaba contra su acusador: «¿Porqué ladras tanto contra mí, Cicerón?», y éste le contestó en el acto: «¡Porque veo un ladrón!». Todavía no sabemos si Dolabella quiso ofender o no al Atico, cuando le dijo: «¡Verres en comparación contigo es un noble caballero romano!».
*
Contra el galán que se atrevía a molestar a las mujeres desconocidas, estableció el Digesto, que cortejar es atentar con dulces palabras contra la honestidad de la mujer, y también es un atentado contra las buenas costumbres seguir a alguien en la calle «pues sigue el que tácitamente lo hace con frecuencia, y la asidua frecuencia atribuye una cierta infamia. Injurias fueron estos actos, injurias de los impúdicos, contra los cuales procedió el pretor en virtud de su edicto.
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Dice Séneca, que también hay alguien que a menudo nos injuria; y es nuestro propio yo! Nuestra alma mimosa, y demasiado curiosa.
El color rojo excita al toro, la serpiente áspid se yergue delante de una sombra y, un lienzo blanco alarma a los osos y leones. Lo mismo acontece con nuestro espíritu inquieto.
No hay que alarmarse por sospechas de las cosas..., nos sentimos injuriados por nada, porque somos curiosos. El que averigua todo cuanto se dice de él; el que quiere desterrar las palabras malévolas, ése se persigue a sí mismo.
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Lo concerniente a los efectos de la injuria, y la manera cómo los antiguos las consideraron y soportaron, es notable y cabe recordarlo aquí: Examinaban el carácter y la intención del injuriante y luego lo diferenciaban y calificaban como injuriante real o virtual. Empleaban para tal fin el «cuestionario» de Séneca:
¿Es un niño? Entonces se perdona la edad, pues ignora si hace daño.
¿Es un padre? O nos ha hecho bastante bien, para adquirir el derecho a una ofensa, o tal vez es un favor más el que tomamos por injuria.
¿Es por mandato? ¿Quién podría sin injusticia irritarse contra la necesidad?
¿Es por represalia? No se te injuria si sufres lo que tú has hecho sufrir antes.
¿Es un juez? Respeta más su sensibilidad que la tuya.
¿Es un rey? Si te declara culpable, cede a la justicia: si inocente, cede a la fortuna.
¿Es un animal? Te haces semejante a él irritándote.
¿Es un Dios, quien te ofendió? Pierdes el tiempo irritándote contra él, lo mismo que al invocar su cólera contra otro.
La mentalidad estoica romana consideraba que la mejor y más acertada manera de soportar las injurias es precisamente no devolverlas.
Si es un varón justo, el que te ha injuriado; no lo creas!. ¿Y si es malvado? No te asombres! No hay que devolver la injuria, pues otro le castigará por lo que te ha hecho y ya lo está por la falta misma que ha cometido contra tí.
Un hombre golpeó por error en los baños públicos a Marco Catón, a quien no conocía. Cuando lo reconoció, excusóse en seguida, pero Catón le contestó: «No recuerdo haber recibido esos golpes!» Consideraba mejor olvidar la injuria que castigarla... y aquel hombre aprendió a conocer a Catón.
Propiedad de grandes almas es despreciar las injurias y olvidar la venganza pues: la venganza más humillante para el agresor es no parecer digno de provocarla. Además ocurre que muchos al pedir reparación por injurias pequeñas, no han hecho más que agravarlas. Dice Séneca que grande es aquél que imitando a las fieras nobles, oye sin conmoverse los impotentes ladridos de perros rabiosos.
La mejor venganza es quitar al que quiso hacer la injuria, el deleite de ella, porque el fruto de la injuria consiste en que se sienta y en la indignación del ofendido. Si demostramos que nos causa enojo, nos confesamos alcanzados por ella y confesarla es además admitir que nos han herido: por ello especialmente las injurias de los poderosos deben soportarse no solamente con paciencia, sino también con risueño rostro, porque humillarán de nuevo, si se persuaden de que han humillado. Los precautos romanos tenían siempre en consideración la alternativa según la cual el que te ofende o es más fuerte, o es más débil que tú! Si es más débil, perdónalo! Si es más fuerte, perdónalo!. Si es un amigo, quien nos ofende, quizás ha hecho lo que no quería: pero si es un enemigo, hizo lo que debía. Cedamos al prudente y perdonemos al insensato —nos recomienda el estoico Séneca—.
Así hizo Pisístrates, tirano de Atenas. Un comensal suyo, dominado por la embriaguez prorrumpió en denuestos contra su crueldad. No faltaban los aduladores que excitaban al tirano a la venganza, contestó a los provocadores: «No estoy ahora más conmovido, que si alguien hubiese tropezado conmigo con los ojos vendados».
Si un tirano pudo ser sensato y noble, si un César, dominado por la ira, podía contar hasta veinte, antes de contestar con calma, por que no tú también, se pregunta el antiguo romano a sí mismo.
En Roma se castigaba severamente a las injurias. Si un particular por ser pobre o infame no podía repeler una injuria, el Derecho de los Quirites, salvo en caso excepcional, nunca demoraba en aplicar las sanciones correspondientes. La Ley Decemviral, como también el Epítome de Hermogeniano establecieron que los injuriantes —si eran esclavos— tenían que ser azotados; si eran hombres libres de baja condición, apaleados, y los demás debían ser condenados a destierro temporario. Las leyes de Roma no garantizaron todavía la igualdad.
El pretor castigaba a los culpables de la injuria, considerando siempre el grado de dignidad y honradez del injuriado, según el cual crece o disminuye la estimación de la injuria. Tuvieron que decidir además sobre el grado y calidad de atroz de la injuria sufrida.
Castigaban el cinismo del injuriante, que aprovechando la lenidad de las leyes, se divertía injuriando a sus prójimos. La ley de las Doce Tablas estableció: «El que infiere injuria a otro, pagará la multa de 24 Ases!» Pero cuál será el indigente, que por 25 Ases se privará del placer de insultar? pregunta a su lector Gellio.
Dice Labeón que Lucio Veracio era un hombre desalmado, cuyo mayor placer consistía en abofetear a los hombres libres, seguíale un esclavo portando una bolsa, repleta de ases en la mano: y, en cuanto el amo propinaba una cachetada a un transeúnte, el esclavo, según lo dispuesto por la Ley entregaba inmediatamente 25 ases al injuriado. Los pretores reprendieron severamente este insólito hecho, y resolvieron hacer respetar la ley, nombrando Recuperadores (jueces) para la apreciación de las injurias cometidas.
El antiguo romano consideraba que luchar contra la injuria del superior era insensato, y sería vil hacerlo contra la del inferior, opinaban con Séneca que despreciable infeliz es aquél que devuelve el mordisco. No injuries —dice el sabio estoico— haz tranquila tu vida para tí y para los demás! Por qué has de trabajar en la caída del que te trató con altivez? Por qué te sientes injuriado, si alguien ladra detrás de tí? Ten la paciencia y nobleza de Filipo!
Filipo poseía la rara virtud de la paciencia para soportar las injurias. Rara virtud, pero poderoso medio para proteger un reinado. Refiere Séneca que Demócares, llamado con el apodo de Parrhesiastes, a causa de la excesiva intemperancia de su lengua, llegó a Macedonia con otros legados atenienses.
Filipo después de escucharles con benevolencia, les preguntó: «Decídme! ¿Qué podría hacer yo para ser grato a los atenienses?»
Ahorcarte! contestó Demócares. Estalló la indignación de los presentes al escuchar tan brutal respuesta, pero Filipo, calmándoles, mandó que se dejase marchar a aquel tersita sano y salvo «y, en cuanto a vosotros —dijo a los demás legados— decid a los atenienses, que son mucho más soberbios los que tales cosas dicen, que los que las oyen sin castigarlas!».
El antiguo romano consideraba que donde la razón no acepta la injuria, el corazón ya no la siente y la injuria no sentida, no es injuria, dice el poeta Menandros. Y, si fuera injuria, tampoco causaría impresión en el ánimo noble, sino lo contrario! Se rompe sobre aquél que con maldad te injuria.
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