No hay cosa más ajena al alma humana
que la ignorancia.
(Kai hoti ton onton málista tén men agnoian hé
psukhén dysanaskhetei...)
Plutarchos, El kalos eirátei... VI.
Cuando le preguntaron al filósofo cínico Diógenes cuál es la cosa más insoportable en la tierra, este respondió:
—El hombre indocto.
Quizás por ello escribió Séneca en una de sus epístolas que mientras se vive es necesario aprender a vivir, porque el hombre nace sólo para dos cosas: para entender y para obrar. Pero, ni lo uno, ni lo otro se puede hacer sin vocación y perseverancia.
La vocación, como la palabra misma lo dice, no viene de nosotros; es una llama de los dioses, que nos indican el camino, que tenemos que seguir. Lo mismo ocurrió con un estudiante ateniense, que diariamente asistía a las lecciones de Platón.
Un día, en su camino hacia la Academia vio una multitud de gente en la plaza pública escuchando con atención la peroración de Callistratos. El joven, atraído por la curiosidad, se detuvo por un momento para ver cómo hablaba el demagogo.
Refiere Hermipo que el muchacho quedó tan encantado y seducido por el talento del orador que en ese mismo día abandonó la filosofía de Platón y se hizo discípulo de Callistratos y hasta superó muy pronto a su elocuente maestro, porque llegó a ser entre los oradores el primero, aunque no el único, y su nombre quedó para los siglos perenne, porque este joven que en el camino hacia su escuela encontró su vocación se llamaba Demóstenes.
La otra virtud, sin la cual el hombre antiguo no podía ni entender ni obrar, era la perseverancia. Acerca de ésta nos dio un ejemplo inolvidable Euclides el filósofo, el mismo que le enseñó a Demóstenes cómo debía pronunciar la letra r.
Éste en su juventud era fervoroso discípulo de Sócrates, y cada día lo visitaba en su casa. Ocurrió sin embargo, que en una oportunidad los atenienses —quienes odiaban desde hacía tiempo a sus vecinos de Megara— por una causa insignificante decretaron que en adelante sería castigados los megarenses con la pena capital, si cruzaban las puertas de la ciudad que para ellos quedaron cerradas.
Euclides, que era de Megara, no se dejó intimidar en su constancia, sino que cada día al anochecer salía de su casa, disfrazado con una larga túnica de mujer. Envuelto en un manto de colores, y cubierta la cabeza con un velo, iba diariamente desde Megara hasta la casa de su maestro Sócrates. Después de escuchar lecciones, volvía por el mismo camino al amanecer, dando de esa manera un ejemplo vivo y perenne de constancia, virtud que está en el presente en plena decadencia.
El hombre nace para entender y para obrar, y para poder cumplir con este doble precepto hay que estudiar con vocación, y obrar con tesón, porque Demophilo nos advierte, que: «los niños sin instrucción confunden las letras: la gente, sin educación, las cosas, y los hombres sin vocación y constancia, la meta que cada uno debe tener si quiere merecer la vida».
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