El centro religioso y comercial de la antigua Roma fue el Capitolio. Llamaban así a esta colina porque en la construcción del templo al Dios Término, encontraron los albañiles una cabeza humana, un «caput» momificado, perfectamente conservado.
No nos cabe duda alguna de que pertenecía a los restos de un etrusco ahí enterrado: este pueblo, pues, fiel a su religión semiegipcia profesó la inseparabilidad del alma del cuerpo fallecido. Estaban convencidos de que el alma permanecería eternamente en su sede natural que para ellos era la cabeza, y así aseguraron a esta parte principal del cuerpo, por medio de la momificación, la perennidad.
Los romanos, ignorando lo ritos más antiguos de los etruscos, quedaron perplejos ante lo hallado, y para resolver este enigma tan raro y conocer la decisión de los dioses, hicieron venir a los más renombrados augures de Etruria. Según la infalible opinión de éstos, la cabeza hallada significaba que en adelante Roma sería la cabeza no sólo del «País de los bueyes», que en griego significa «Italia», sino también del mundo entero.
En este lugar, llamado desde entonces Capitolio, tenían los romanos entre varios santuarios dos templos, con dos divinidades, cuyos cultos estaban estrechamente ligados a la vida económica comercial, y por ende a las solemnes y ceremoniosas formas del Derecho Quiritario Romano.
Uno de los templos estaba consagrado al culto de la Diosa Juno, Madre de los dioses, y Protectora de los bienes humanos. Su iglesia, quizás, por ello servía como banco antiquísimo de ahorros, pues los ciudadanos depositaban allí sus ases, sestercios y denarios, es decir, su dinero, en cofres abiertos, porque sabían que nadie se atrevía a tocar lo que estaba bajo la custodio de Juno Amonestadora, que en latín decían Juno Moneta. Desde este tiempo los romanos tomaron la costumbre de llamar al dinero acuñado, por antonomasia, Moneta, hoy conocido con el nombre de moneda.
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Los feligreses más fervorosos del otro templo, consagrado a Hércules, eran los comerciantes. Los acaudalados usureros y los empobrecidos clientes. En esta iglesia, en presencia del acreedor, ante el altar de Hércules, comprometíase el deudor en forma sacroreligiosa echando simultáneamente vino tinto sobre las llamas del altar. Llamaban los antiguos a este acto libación, que al par era también acto probatorio del convenio, que los griegos llamaron «spendein», y los romanos «spondein, spondere», es decir prometer, dar la sponsio, creando de esta manera la re- sponsa - bilidad por la cosa dada o suma recibida del acreedor, que los romanos llamaban creditor, palabra derivada del griego khre, es decir ‘creer’, pues el acreedor creía firmemente en el Dios Hércules, en su dinero, y desde luego en su devolución.
El centro del Mundo Antiguo fue Roma; y el eje de esta ciudad, el Capitolio. Colina sagrada de comerciantes religiosos, y de religiosos que al par eran también muy buenos comerciantes; con templos que eran verdaderos bancos de los dioses, que no desdeñaban consagrar convenios, que a veces eran indecentes o inhumanos, aunque parecieran legales y honestos.
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sábado, 21 de junio de 2008
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