Durante un buen tiempo sacrificaron niños,
para la divinidad Mania, madre de los Lares,
a fin de asegurar la Salud de la Familia ...
Macrobius, Saturnalia. I. 7.
y sacrificaba la madre a su hijo sin verter
lágrimas ...
Plutarchos, Mor. Perideisidaimonias. 13.
El hombre antiguo, en un principio lo que más admiraba era el infinito tiempo. Tiempo que los griegos llamaban Cronos y los itálicos conocían con el nombre de Saturno.
Opinaban los antiguos que el Tiempo debía ser el Supremo Dios, porque es sempiterno y poderoso también; pues lo devora todo, hasta a su propio hijo. Para obtener la anuencia de este dios, el hombre tenía que ofrecerle todo lo que recomendaba el inapelable vaticinio. Dícese que cuando los pelasgos, expulsados de su tierra, llegaron a Dodona, de Tesalia, el oráculo del roble les recomendó ocupar Sicilia, y una vez allí, ofrecer vidas por sus vidas al Todopoderoso Padre de los Dioses.
El oráculo era un precepto, que poco a poco, se transformó en costumbre, y la costumbre en leyes patrias. La ley, entre los antiguos helenos, fenicios, e italiotas recogió el beneplácito de los dioses para continuar esta secular costumbre de los sacrificios humanos.
Es necesario evocar algunos casos para brindarle al lector la posibilidad de poder ver no sólo la luz, sino también sentir presente la oscuridad de aquellos lejanos tiempos.
El padre de los dioses, Cronos, era exigente y nunca estaba satisfecho. El precio de su auxilio era lo que para el hombre constituía lo más costoso, y por ello su ofrecimiento era el máximo sacrificio.
Los antiguos anales refieren que no podía ser feliz una ciudad cuyos muros no fueran regados con sangre. Así lo exigió la crueldad de los dioses, porque Júpiter con sangre escapó de los dientes de su Padre Saturno, y por ello precisamente con sangre se lo venera.
Cuando se fundó la ciudad de Lesbos por orden de un oráculo, sortearon a una doncella de entre las hijas de los siete caudillos, y a la indicada por el azar la ofrecieron al Dios, a cambio de su ayuda futura. La ofrenda consistía en una ceremonia en la cual a la infeliz víctima de la crueldad divina, toda enjoyada, se la lanzaba por los sacerdotes desde una roca directamente al mar. Dícese, que el sol se escondía detrás de las nubes, para cubrir semejante delito con la oscuridad.
Seleuco, el más noble de entre los diadocos que sucedieron a Alejandro, consideraba como la cosa más natural, sacrificar a inocentes muchachas a fin de obtener la bendición para la construcción de sus ciudades sirias .
En Laodicea, Agaue ofreció su vida por la misma causa; y en Orontes, en medio de la ciudad, en el momento de salir el sol de un día fijado con anticipación, el Pontifex Maximus, con su puñal sagrado, segaba la vida de la inocente niña Almate, cuya imagen marmórea se halla ahora en el Museo del Vaticano, advirtiéndonos que ella vivió en una época, en que la crueldad era todavía una virtud y un pecado la misericordia.
Salus Publica, Lex suprema esto! y por esta Salud del Pueblo la gente inocente tenía que morir no sólo en Tyrus, sino también en Grecia, Galia y Cartago, y hasta en la Patria de la Justicia, Roma.
Agamenón, para asegurar la victoria, ofreció a Diana lo más hermoso que tenía en su reinado, su hija Ifigenia.
Dentro de Atenas era muy conocido el Leocorion, la tumba de las tres inocentes hijas de León. Éste tuvo que ofrecer la vida de sus tres hijas, cuando por indicación del oráculo de Delfos, el sacrificio de ellas era el único medio de salvar a la ciudad asediada. Mario, el general romano, en su sueño fue advertido que podía obtener la victoria contra los cimbrios, siempre que inmolara a su hija Calpurnia. Mario siguió el ejemplo de Erechtheus, y efectivamente salió victorioso.
Este imperativo sacrorreligioso de los sacerdotes y de los omnipotentes oráculos tuvo vigencia también para los varones, y de esto no estaban exceptuados ni siquiera los inocentes niños.
A Temístocles, antes de comenzar la batalla con Darío, le presentaron en su barco de comando tres cautivos persas, que resultaron ser príncipes reales, pues eran los hijos de Sandauce, hermana del rey.
Vióles el agorero Eufrantidas y, como al mismo tiempo el fuego sobre el altar había resplandecido con gran brillo, y alguien estornudó desde la derecha, consideró esto como señal segura de los dioses, y por ello ordenó a viva voz que los tres jóvenes fueran sacrificados inmediatamente sobre el altar del dios Baco Omesta, para asegurar así, ante tan decisiva batalla, la dudosa victoria. A Temístocles —sorprendido y disgustado por aquel vaticinio tan terrible— no le quedó otro remedio que entregar a los jóvenes al cuchillo del sacerdote, que ya los esperaba junto a las llamas del altar: así nos transmite este horrible acontecimiento Fanias de Lesbos.
Una historia análoga ocurrió entre los romanos. Éstos, a fines de la primera guerra púnica, para obtener el auxilio de los dioses frente a los Galos, siguiendo estrictamente la opinión helénica, dada por el Oráculo de las Sibilas, en la plaza de los bueyes (Foro boario), enterraron vivos a dos griegos y a dos infieles galos.
Ante los reclamos de la crueldad divina, como ya hemos señalado, ni los niños podían salvarse con el manto sagrado de su inocencia.
Pausanias refiere que en Haliartos de Beocia, el río Lofis nació de la sangre de un tierno niño, que fue muerto por su padre, al que la Pitonisa de Delfos había vaticinado: «Encontrarás agua en tu campo árido siempre que al volver, matares al primer ser que te salga al paso...!».
Tertuliano en su Apología dice que en Cartago públicamente sacrificaban niños a Saturno, hasta que el Procónsul Tiberio se hartó de esos crímenes religiosos e hizo ahorcar a los devotos pero inhumanos padres sobre los mismos infelices árboles que, plantados ante el templo, eran con sus sombras mudos testigos de tanta maldad.
En Frigia la gente muy religiosa sacrificaba a la Diosa Siria, llamada también la «Pessinunta». La adoración consistía en el sacrificio de sus hijos con un rito, que más bien parecía una farsa antes que una ceremonia. La madre los acariciaba tiernamente, luego encerraban a la inocente criatura en una bolsa, y al llevarlos en brazos, los llenaban de maldiciones, dejándolos caer luego a un precipicio.
En Cartago, la gente sacrificaba a los hijos que consideraron sobrantes, y los que no tenían hijos, los compraban en el mercado, como si fueran palomas o pollos. Los sacerdotes decretaron que llorar es pecado y la música sagrada que acompañaba al sacrificio, tenía la finalidad de ahogar el grito mortal de los niños ultimados.
Tyrus, asediado por Alejandrom quería hacer el mismo sacrificio y dice Curcio, que sólo la firme decisión de los ancianos logró impedir que «la crueldad supersticiosa de siglos triunfara de nuevo sobre la piedad y misericordia humanas»
Entre los pocos valientes, que resistieron a las crueles órdenes de los agoreros, estaba Pelopidas que tuvo el valor de sostener que «la naturaleza es superior a nosotros, y por ello no puede aceptar tan bárbaro e injusto sacrificio; y si hay divinidad que se complazca con semejante veneración, no es digna entonces de respeto, pues sólo de la impotencia y perversidad de ánimo pueden nacer semejantes deseos y exigencias». Éstas son promesas más dignas de faltar a ellas, que cometer maldad tan abominable, observa acertadamente Cicerón.
Roma, que en un principio tampoco estuvo inmune de esta detestable costumbre sagrada, más adelante purgó su mácula, primero, reemplazando a los hombres con muñecos, luego por medio de las leyes Sempronia y Cornelia puso punto final a los «malos sacrificios», amenazando a los inhumanos sacerdotes y a sus seguidores en este cruento rito con la aplicación de la pena capital, no sólo en Roma, sino también en los pueblos que estaban bajo su protectorado.
Si alguien pensara que por lo menos en este aspecto hoy somos mejores que los antiguos, debiera recordar, que no hace mucho tiempo, durante un gran terremoto, en un país vecino, los indios sacrificaron al Dios de la Tierra un niño de seis años de edad, y en otro país sobrevive la misma cruel y milenaria costumbre en un rito semipagano, conocido con el nombre de macumba.
Esa inhumanidad olímpica en la religión antigua era una de las causas principales, por la cual la doctrina del amor al prójimo propagóse como el fuego, y logró conquistar muy rápidamente, al Mundo Antiguo, tan castigado por la crueldad y violencia.
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