¡Mejor es ser engañado, que desconfiado!
L. A. Séneca, De ira. II.23.
Según los informes de Séneca en los antiguos tiempos, el iracundo era considerado como un enfermo, atacado por una breve locura.
Lo consideraron así, pues el enojado es incapaz de dominarse, no sabe distinguir entre lo bueno y lo malo; se halla enceguecido por la ciega cólera, y en consecuencia, es también sordo a los consejos de la razón .
El insigne estoico romano estaba convencido de que el remedio de este mal era el espejo y a veces el buen ejemplo.
Efectivamente, dice Sextio, que el irritado al verse en el espejo queda aterrado de su propia imagen, por ello, le recomendaba al iracundo, mirarse en el espejo, asegurándole que en el acto recobraría su calma y dejaría de estar enojado.
Séneca curaba este mal con nobles ejemplos y exhortaba a los furiosos a buscar la calma con la generosidad de Antígono, en el raro estoicismo del cínico Diógenes, en la música calmante de Pitágoras y de los espartanos, y también por medio de la paz de Sócrates, y la grandeza de Platón.
Antígono, rey de los Macedonios, en una oportunidad escuchó claramente junto a su tienda real, la agria crítica de dos soldados suyos, que estaban convencidos de que el rey se hallaba todavía afuera.
Antígono los sorprendió y en vez de mandarlos inmediatamente al suplicio, les increpó diciendo:
—¿Por qué no se van Uds. un poco más lejos? ¡No quiero escuchar vuestra crítica!
Diógenes, a su vez, en una oportunidad, al disertar largamente sobre la ira, fue escupido en la cara por un insolente. Él interrumpió inmediatamente su charla y con cara risueña le dijo:
—¡Este ultraje nada me importa, porque no me conviene irritarme!
Los espartanos, antes de marchar a la batalla, en el sonido de la flauta buscaban la calma, tranquilizando a la ofuscada alma, para saber luchar luego con suma prudencia.
Pitágoras, el inmortal maestro de Crotona, cuando su alma sufría las tormentas de la vida, encontraba la paz al son calmante de su propia música.
Sócrates rara vez se enojaba; consideraba las cosas con humor y paz. Una vez, al recibir un golpe sobre la cabeza, se rió y dijo:
—Lo que más me molesta es que al salir olvidé ponerme el casco.
Y en otra oportunidad amenazó a su esclavo diciendo:
—¡Hermes! ¡Te azotaría si no estuviese ahora encolerizado!
Dejaba de esta manera para un momento más tranquilo la corrección del esclavo y al mismo tiempo se corregía a sí mismo. Consideraba que para corregir el error o el crimen no podría ser útil un juez irritado, porque, siendo la ira un delito del alma, no conviene que un delincuente castigue al delincuente.
Refiere Plutarchos, que Sócrates un día, al regresar desde el gimnasio (la palestra) llevó consigo a su amigo, Euthydemus, a quien invitó a cenar. Estaban ya sentados a la mesa, cuando Xantippa, la siempre refunfuñante esposa del sabio, por alguna causa insignificante se encolerizó mucho, y volcando la mesa, barrió la comida al suelo. El amigo mudo y perplejo ante tamaña desconsideración, se levantó ofuscado y presto para retirarse de una casa tan inhóspita, pero Sócrates sonriente, como si no hubiera ocurrido nada, le advirtió diciendo:
—Recuerda Euthydemus que hace poco, cuando yo estuve en tu casa para cenar, entraron gallinas e hicieron lo mismo, y no me enojé por eso. Dime, ¿no es el mismo caso? Tranquilízate y quédate conmigo!
Con semejante paz en el alma, nadie tenía más derecho a decir lo que él dijo en el juicio antes que los jueces hubieran pronunciado la funesta sentencia.
—Los jueces Amytas y Melito pueden quitarme la vida, pero no creo que por eso puedan causarme daño!
Semejante serenidad y grandeza demostró Platón, cuando irritado contra su esclavo, mandóle despojarse en el acto de la túnica y presentar la espalda, disponiéndose a azotarle con su propia mano. Observando, sin embargo, que estaba encolerizado, permaneció con su brazo alzado, en la actitud del que va a descargar el golpe. Un amigo, que casualmente llegó a la casa, le preguntó a Platón admirado, qué es lo que hacía, parado así como si fuera una estatua? «Me castigo! —contestó el sabio— porque quería obrar estando enojado». Acto seguido renunció a sus derechos de amo para evitar que este esclavo esté bajo las manos de un amo, que ni siquiera sabe ser dueño de sí mismo.
Dice Plutarchos, que los amigos metieron cera en los oídos de Satyro, para que en el juicio oyendo las vituperaciones del contrario, no perdiera su calma y la necesaria prudencia y equilibrio.
El que sabe guardar la paz en su alma, tendrá también la confianza, elemento esencial de la convivencia. Dícese que Alejandro, había recibido una carta de su madre, Olimpia, en la que ella le prevenía que se precaviese del veneno del médico Filipo. Sin embargo el rey —que tenía la costumbre de enojarse por cualquier cosa repentinamente— esta vez bebió sin preocuparse la poción de su médico, confiando en sí mismo, y en su amigo, demostrando de esa manera, que el médico era inocente.
Dice Séneca que C.J. César, al encontrar carpetas que contenían cartas escritas a Pompeyo por aquellos que al parecer habían seguido el partido contrario o permanecieron neutrales, prefirió no tener ocasión de irritarse, y las quemó a todas, evitando de este modo la tentación de querer conocer su contenido.
Consideraba César, que la manera más noble de perdonar, es ignorar las ofensas de otros,... porque en ciertas cosas mejor es ser engañado, que desconfiado.
El espejo de Sextio, y los ejemplos de Séneca también a nosotros pueden servirnos más de una vez como saludable remedio, para que nunca nos digan, lo que un niño —educado por el gran filósofo— le dijo a su enojado progenitor:
—¡Padre! ¡Por Zeus te digo, que jamás vi eso en la casa de Platón!
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