Alejandro: ¡No sabe Antipatro, que una
sola lágrima de una madre borra miles
de cartas!
Plutarchos: Alex. 39.
- «Filipo, Rey de los macedonios a Aristóteles, ¡salud!
- Pongo en tu conocimiento que me ha nacido un hijo! Agradezco a los dioses, no tanto por habérmelo dado, sino por que haya visto la luz en el tiempo de Aristóteles.
- ¡Espero que educado y formado por ti, un día será digno de su padre y del Imperio que le está destinado!»
Hasta la aquí la epístola del rey Filipo, dirigida a la luz brillante de todos los helenos de aquellos tiempos: Aristóteles. La carta llevaba la fecha del nacimiento que era el día sexto de Loon, que los griegos llaman mes de hecatombion (6 de Julio) en el año Olímpico Ciento cinco (365 a.C.n.).
En este memorable día comenzó una vida que pertenecía a un niño, que en su epifanía recibió el significativo nombre de Alejandro Magno, Salvador de los hombres. En este día mismo se abrazó al afamado templo de Diana Efesina, y Hegesias le dijo, que la diosa —precisamente este día— abandonó su santuario, pues tenía que aguardar en Macedonia la llegada de un niño divino.
De su educación encargóse Aristóteles, que le enseñó ética, política, y también le confió las difíciles normas de la filosofía acromática epoptica, cuyo conocimiento Alejandro quería que estuviera reservado exclusivamente para él.
Se hizo un joven «que era sencillo como un niño y prudente como un viejo», pero también impetuoso, que no podía ni imaginar lo que es ser vencido, y cuando logró quebrantar la resistencia de su brioso potro Bucéfalo, Filipo, su padre carnal, se limitó a decir: «Busca, mi hijo, un reino igual a ti, ¡porque en Macedonia no cabes!».
Hemos dicho que Filipo era su padre carnal, porque Alejandro estaba convencido de que su verdadero padre era el mismo Amon Júpiter, quien llegara a su madre por medio de un relámpago.
Se creía Hijo de Dios, que tenía que llegar a la tierra para cumplir una misión. Estaba orgulloso de su nacimiento y para no olvidar ni por un momento su origen divino, llevaba siempre en su casco las insignias de Amon Júpiter; los dos cuernos, símbolos de divinidad y poder.
Su corazón era como su nombre, Grande. Él mismo decía que no tenía límites en hacer beneficios. En una oportunidad le quiso regalar una ciudad a un particular, pero éste, sabiendo que de ninguna manera podía merecer tanto, le dijo que el regalo superaba en mucho a sus sencillos méritos, sin embargo Alejandro le reprendió diciendo:
—¡Yo no te pregunto qué es lo conveniente que tú podrías recibir, sino que doy lo que estimo apropiado dar!
Su ejército, por medio de su «mando suave» se hizo obediente y muy poderoso. Vivía constantemente con sus soldados, y en el momento oportuno recordaba el dicho: «Donde la parte vacila, el todo se derrumba».
Conocía muy bien cuán traviesa es la fortuna. Sabía que volaba solamente porque no tenía pies y cuando ésta le ofreció sus manos, se dice que Alejandro le sujetó también las alas.
Se hizo arquitecto de un imperio y de un mundo, en cuyos fundamentos no confiaba mucho: sabía que la dominación no es duradera cuando se consigue solamente con la espada, y así dirigía todo solo, porque como él dijo: «La soberanía no soporta compañía».
Cierto, porque aquel imperio, que bajo la autoridad de un solo hombre había podido subsistir, se hundió cuando fue sostenido por muchos.
El estado es un edificio —solía decir— que construyen grandes hombres durante siglos, pero que derrumban los pequeños e insignificantes, en contados minutos.
Alejandro se consideraba un gran rey, pero cuando estaba solo, más de una vez recordaba las palabras de un pirata que, apresado, lo llevaron ante él. El pirata, recibiendo la autorización para defenderse, le dijo: «Señor: ¡Cuando yo hago mis piraterías con un pequeño bajel, me llaman ladrón! ¡Y a ti, porque lo haces con grandes ejércitos, te llaman rey!»
Alejandro se hizo celebre, dando muerte a los más célebres, sin tener por eso conflictos con su conciencia. Pensaba que todo lo que hacía era cosa divina, ya que él como Dios no podía errar.
Se creía Dios, porque olvidaba que la vida del hombre es a veces seguida pero jamas acompañada por honores divinos: honores que nunca brinda el presente, sino que los otorga sólo la benigna y ciega posteridad. Alejandro, rodeado por un tumulto de bulliciosos amigos, en realidad era un ser solitario, porque quería ser respetado como hombre, para no ser engañado como Dios.
El impulsivo Alejandro el Grande, a veces se empequeñecía hasta ser un enano, porque si el íntimo amigo Clyton olvidaba que la venganza de los poderosos es muy difícil de evitar, el Rey divinizado y el Dios poco humano, olvidaba que la grandeza se realza aun más con un grandioso perdón. Quizás por ello se decía que su valor fue el de un hombre, pero su conducta a veces la de los niños.
Alejandro, atraído por la mágica luz de Oriente, nunca quería mirar hacia atrás. Consideraba que sería una locura rememorar el pretérito, que hace olvidarse de sí mismo.
Vivía un ardiente presente, luchando por un futuro incierto, corriendo con la curiosidad de un niño hacia su propio destino, que en su más floreciente edad y antes de cumplir los treinta y tres años, cortó el hilo que en tierra lleva el nombre de vida.
Sobre su muerte, hay diferentes versiones. Vitruvio —el arquitecto romano— dice que existe en Arcadia, en la región de Nonagris, un peñasco donde brota una fuente muy fría, a la que los griegos por eso llaman styfos hydor. El agua de Styx era venenosa y mortífera. Se cuenta que Antipatro se hizo llevar de esa agua por su hijo Yola al campamento de Alejandro y con ella fue envenenado el rey, cuyo cuerpo esta vez resultó ser humano y el día 30 de Desio (mayo) 323. A. C.n. devolvió su alma a su padre, Amon Júpiter.
En ese mismo día murió también el gran «Can Celeste del Mundo»: Diógenes el Cínico. Todo parecía como si quisiera acompañar al Rey, que de haber sido Alejandro, con gusto hubiera querido ser Diógenes.
Los romanos de la república, envidiosos de su fama, lo ignoraban y hasta hicieron despectivas comparaciones.
Su indiscutible grandeza sin embargo fue reconocida y admirada por algunos príncipes romanos. Augusto, el emperador, mandó a abrir la tumba de Alejandro Magno, y después de que sacaron su cuerpo embalsamado, estuvo unos momentos contemplándolo. Luego le puso en la cabeza una corona de oro y le cubrió con flores como muestra de su sincero homenaje. Medio siglo después, Galba, el emperador de siete meses, fue menos piadoso, pues hizo abrir nuevamente la tumba y se adueñó de la corona con que había sido enterrado el rey.
Alejandro de esa manera ni siquiera en la tumba pudo encontrar lo que jamás había buscado durante su corta vida: la paz. Su epitafio breve reza: «Aquí descansa Alejandro el Grande, durante toda su vida fue un Dios y en la muerte se transformó en hombre, cuyo nombre quedará sempiterno».
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