Nos cuenta Cicerón, que había en Siracusa un Caballero Romano, Cayo Canio, discreto y algo ingenuo, porque estaba convencido de que —como él— todo el mundo era honesto.
Este Canio, más de una vez expresó su deseo de comprar una casa en el campo, para poder convidar allí a sus amigos, recrearse y divertirse a su gusto.
Escuchó esto un tal Pitio, banquero y hombre perspicaz y listo, que dirigiéndose a Canio, le dijo:
—Carissime Amice! ¡Veo que necesitas un rincón apartado! Yo tengo uno, no lo vendo, naturalmente, pero quiero que te sirvas de él como si fuera tuyo y, para que veas qué lindo es allí, te convido mañana a almorzar conmigo.
Aceptó Canio el convite y el banquero Pitio mandó a llamar a unos pescadores para que al otro día fuesen a pescar delante de su casa de campo, dándoles las instrucciones de lo que debían hacer.
Al día siguiente fue a comer Canio a la hora señalada. Tenía Pitio un cocinero experto y comidas a las mil maravillas. Estaba a la vista una multitud de barcas pesqueras. Cada uno traía lo que pescaba, y echaba los peces a los pies de Pitio.
—¿Qué es esto, Pitio? —preguntó el asombrado huésped, Canio—. ¿Tantos Peces? ¿Cuántas Barcas? ¡Increíble, fantástico!
Respondió entonces el banquero Pitio:
—¡Amigo Canio! Aquí esta toda la pesca de Siracusa: de aquí toman el agua para la ciudad y no pueden pasarse sin esta quinta.
Crecieron en Canio grandes deseos de tener esa casa-quinta, y durante el almuerzo le suplicaba a Pitio que se la vendiera. Éste se hizo rogar mucho hasta que al fin cedió. En resumen, Canio el caballero romano compró la casa junto con los muebles, pero por muy elevado precio. Él sin embargo era feliz, porque pudo comprar esa quinta tan prometedora y precipitadamente invitó al otro día a sus amigos para inaugurarla.
Él mismo llegó ya bien temprano, pero ni un solo barco había a la vista.
—¿Qué es lo que pasa? — preguntó entonces un poco inquieto a un vecino de allí cerca — ¡a ver, vecino! Si era día de fiesta para los pescadores, ¿por qué no veo a ninguno?
—¡Yo no sé señor qué es lo que ocurre! —respondió el vecino— pero aquí nadie viene a pescar; y le confieso que ayer me sorprendió tanto la cantidad de barcos que me preguntaba, qué era lo que habría atraído a aquellos pescadores.
Se aclaró entonces cómo cayó en la hábilmente preparada trampa el ingenuo Cayo Canio. El pobre caballero se encolerizó mucho, pero sin resultado, porque en ese tiempo no existían todavía las afamadas fórmulas de Aquilio sobre el dolo malo.
Ignoraban entonces los beneficios de la Ley Aquilia, que como arma eficiente eliminada todos los artificios, engaños pérfidos de quienes —como Cicerón dice— fueron sabios para entender una cosa, y hacer otra con dolo, estafando a medio mundo, pero ahora —gracias a la Ley— lo que cobran los Pitios, es la pena, la infamia y el repudio.
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