Entre los más antiguos grecorromanos la más viva expresión de la democracia, es decir del poder popular, fue siempre la de los comicios. En la asamblea cada ciudadano, por medio de sus jus suffragii tenía libertad plena de dar o quitar a cada cual una de sus cosas más sagradas: la confianza.
Lamentablemente el pueblo, como siempre ocurre, sufre de miopía y se porta ingenuamente como el cuervo de Phedro, halagado por el astuto y político zorro. Por ello —dice Cicerón — la gente precisamente en el momento oportuno suele decidirse con capricho y elige a los que cuanto menos merecen, tanto más habilidad tienen para solicitar y comprar votos descaradamente.
De esta manera nacieron en la Hélade y luego en Roma la corrupción y el soborno electoral, que eran muy peligrosos y amorales porque nunca atacaban de frente, sino de manera poselectoral. Esta estafa, que cometían con el pueblo, algunos la llamaban durante el imperio «delito muy frecuente», y otros con cara risueña e inocente decían es sólo «política».
En Roma, antes de las elecciones desparramaban por la ciudad pandillas de imberbes para impresionar al pueblo. Prometían dar, ya que sabían que nunca iban a otorgar. Juraban no tocar lo que programaron con antelación quitar. Pululaban en la ciudad los «paratodocapaces» clientes que con procacidad innata compraban y vendían por denarios y a veces, por mucho oro, el topodoroso voto.
Corría por los barrios de Suburra la plata de los patricios, que aferrándose a la grandeza pasada, querían detenerse en el pretérito sin darse cuenta de que no hay presente, sino siempre futuro.
En el cabildo preelectoral, no faltaban las prebendas de los Caballeros Romanos, Timókrates, nuevos ricos que con cuerpo grueso y vida pletórica preferían una silla en el Senado, y poco les importaba si estaban allí en representación de un partido que ni sabían cuál era.
Participaban en la compra de los votos también los Pontífices, para asegurarse en el poder teocrático. Durante la pretura de Verres, dice Cicerón, untaban las manos y compraban los votos con el dinero de la Diosa de Cíbeles.
Época preelectoral, marcada por la lucha de colores y patricios Clodios, que se dejaron adoptar por plebeyos, no faltando los demagogos de siempre, que a todo precio querían ser patricios...
El pueblo romano hartóse de tanto fraude y para prevenir los planes premeditados a menudo resolvió comicios repentinos y elecciones directas, y así eliminar las posibilidades de la estafa prefabricada de los pactos poselectorales.
Las leyes de Licinia y de Tullio declaraban «Enemigos del Pueblo Romano» a todos aquéllos que con dinero traficaban votos. Lamentablemente en Roma los políticos eran muy elásticos, y aprovechaban hábilmente la ingenuidad de un Senatusconsulto, que permitía prometer el soborno: lo único que la ley no toleraba era que con pago efectivo la promesa fuera cumplida. Así también el sorprendido podía salvarse todavía con la cláusula benigna, hecha a la manera de la permuta isocrática, que los romanos llamaban, con irónica sonrisa: «compensasión de la estafa legalizada».
Según esta cláusula para quedar impune bastaba con que el sorprendido denunciara a otro que hubiese cometido el mismo delito. De esta manera lograban eludir los más vergonzosos sobornos y sus traficantes el bien merecido destierro. Supieron, pues cargar con esta pena a un último e ingenuo traficante, que, a fin de quedar impune, no encontraba ya a nadie a quien denunciar, para salir ileso.
Antes de las elecciones los que aspiraban a un cargo tenían que presentarse con toga blanca, es decir, con la toga cándida, por ello los llamaron «candidatos». Se exponían sin la túnica, para que no tuvieran donde esconder dinero para la compra de votos, y al par para que el pueblo pudiera ver sus méritos: las cicatrices de la guerra, recibidas en el frente y no en la espalda.
Al candidato que resultaba electo le concedían sólo un año, y para este período también le acompañaba un celoso colega, con quien tenía que compartir poderes, soportando el paralizante veto, y si los dos se entendían en los abusos, estaban todavía, con poderes sacrosantos, los leales tribunos, que velaban honestamente por los intereses del pueblo romano.
Los magistrados a su vez, consideraban que la auténtica decisión popular, expresada por medio de comicios era soberana, y por ello el Valerio Publicola ordenaba inclinar las fasces ante el pueblo reunido en comicios: hasta eran respetadas las bromas, escritas en las tablillas de los votos, porque éstas revelaban la voluntad del pueblo, que nunca debió ser atacada, sino más bien acatada de acuerdo con el principio ciceroniano según el cual lo que el pueblo decida no debe ser rechazado sino obedecido y soportado por lo menos hasta que los electos cumplan con lo que prometieron cuando vestían como candidatos la toga cándida.
Si los electos resultaban indignos, entonces eran sólo tolerados y el pueblo de Roma, durante el año legítimo de sus funciones los contemplaba con calma y paciencia, gozando de la lucha encarnizada de los fraudulentos, los que —como toros y osos encadenados— desgarrábanse mutuamente, cavando la fosa, en que siempre caen al final del gobierno los que neciamente olvidan el imperativo de los dos compromisos principales: cumplir lo prometido y respetar el juramento hecho, sin lo cual jamás podrán conservar el único sentido de la vida, el honor, pues los que viven sin honor, son los verdaderos muertos.
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