- ¡La risa no debe sembrar calamidad,
porque sería inhumano!
¡La risa no puede ser criminal,
porque se trocará en odio!
M. T. Cicero. De orat. I.
Vinagre y sal sirven para condimentar la comida, pero los antiguos grecorromanos tenían un vinagre y una sal especiales, que con las lágrimas y sonrisas sazonaban la vida misma. Este condimento antiguo y al par eterno, eran el Acetum Italicum y la Sal Ática.
El Acetum Italicum, en castellano Vinagre Itálico, no era un líquido, sino más bien un dicho agudo, una observación a fondo, caricatura de perfil claro, una sentencia inapelable del prójimo, saludable bisturí, que corta, tijera que poda.
En tres palabras diremos que el Acetum Italicum constituía el fiel reflejo del ingenio romano, que como un espejo bien pulido, mostraba a cada uno quién era realmente quién, sabía mirar bien en el fondo del espejo, puesto ante su rostro por despiadado e infalible juez, el prójimo.
En lo que atañe a las clases de Vinagre Itálico, creemos más acertado, reproducir algunas, y ceder a los lectores los comentarios.
Cuando se trataba en el Senado el problema de las tierras públicas, algunos acusaban a Lucilio de hacer apacentar su ganado sin el permiso correspondiente, en los Campos del Pueblo Romano. Appio, entonces en son de defensa irónica le dijo: «¡El ganado de Lucilio es libre! ¡Pasta donde quiere!».
El romano sabe gentilmente conceder al adversario lo que a él le niegan. Refiere Cicerón, que un hombre de muy mala familia, le dijo a Cayo Lelio «¡Eres indigno de tus padres!», pero éste le respondió al instante: «¡Menos mal que tú eres muy digno de los tuyos!»...
De Escipio Nasica cuentan, que habiendo ido a visitar al poeta Ennio, preguntando por él, la esclavita, que salió a la puerta, le respondió: «¡Ennio dice que no está en casa!»
A los pocos días fue Ennio a ver a Nasica, y cuando éste golpeó a la puerta, Nasica le contestó a gritos: «¡No está en casa!»
»¿Cómo que no estás?, si conozco tu voz.», replicó Ennio, a lo cuál respondió Nasica: «¡Pero eres cínico Ennio! Cuando yo te busqué, le creí a tu criada, que no estabas en casa, ¡y ahora tú dudas de mi palabra!»
Q. Opimio, cónsul romano, conocido como corruptor de muchachos, parece que quiso insultar a otro afeminado llamado Egilio, invitándole en estos términos: «A ver, Egilia, ¿cuándo me visitarás con tu rueca y lana? Egilio, sin quedar en medias tintas, le replicó con ácido, diciendo: «¡Cómo lo lamento querida amiga, pero mi madre me prohibió acercarme a mujeres de dudosa fama!»
M. Tulio Cicerón, en reuniones entre amigos en amena conversación tenía la costumbre de repartir sus chispas picantes con poesía, que como floretes cortaban la ingenuidad de los comensales.
A Vibio Curio, su ex condiscípulo, de quien observaba que mentía mucho acerca de su edad, le dijo: «Me parece Curio, que cuando estábamos en la escuela, tú ni habías nacido todavía», y, a la cincuentona Fabia Dolabella, quien no cesaba de decir que cumplía ya treinta años, le dijo: «¡Debe ser muy cierto Fabia, pues escucho lo mismo, desde hace veinte años ya!».
Cicerón era «homo novus» en Roma, y esta circunstancia le molestaba algo. Por ello, la respuesta, que daba acerca de esto, no era siempre lo adecuado, decente y honesto. En una discusión con Metelo Nepote, le preguntó éste mas de una vez: «¿Quien es tu padre Ciceron?» Tulio entonces le hizo callar, diciendo «¡Esta pregunta te la ha hecho a ti más dificultosa tu madre!».
Nos dice el ilustre maestro de la Retórica Romana, M. Fabio Quintiliano, que hubo una época en Roma en la que era preferible perder un amigo que un buen dicho, quizás por ello escribía Ennio que más fácil le es al sabio apagar una llama dentro de su boca, que retener una elegante y cortante respuesta.
Sin embargo, el romano, educado según el lema de Delfos «Méden hagan!», ¡no seas nunca excesivo!, supo poner limites al deseo de verter su agrio vinagre en el cáliz de los sorprendidos prójimos. Sentía, pues, la realidad del principio quintiliano: «¡El ridículo a menudo carece de verdad!», por ello, consideraba que era injusto emplear un dicho, al precio del honor de otro; o herir a un pobre y miserable, que teniendo el defecto sin la culpa, era digno de perdón y de respeto.
El Acetum Italicum, el Vinagre Romano, tenía por finalidad hacer reír, pero nunca lastimar. Quería condimentar, no amargar. El Acetum Italicum se proponía ennoblecer la vida en Roma entre sonrisas y lágrimas...
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