Aunque gozaras la edad de Catón...
L. A. Séneca, De Tranqu. VII.
Existía en la antigua Roma una alta magistratura, cuya finalidad principal era imponer el trabajo, hacer observar las buenas costumbres, realizar cada cinco años el censo, y también elegir entre los mejores ciudadanos a los consejeros del pueblo, miembros del Senado. El titular de esta magistratura era el Censor y el representante más destacado de esta institución era sin duda alguna Marcio Porcio Catón.
En su época había todavía Respeto con mayúscula para con la autoridad y el olvidadizo e insolente tenía que pagar su falta con sensibles multas o con la pérdida de su derecho de voto. De esa manera era tachado de irrespetuoso y penado un ciudadano romano, que interrogado por su estado civil, contestaba: «Soy casado —¡Censor!— pero por Júpiter te digo, ¡que no según mi gusto!». Obvio es decir que el argumento gracioso, parecía poco respetuoso y el irreverente ciudadano tuvo que cambiar su estado privilegiado porque perdió el derecho al sufragio.
El caso citado demuestra que en este tiempo la libertad, tenía otro concepto: consistia, pues, correctamente con la obediencia y el respeto.
Catón, el severo y por ello ilustre Censor, tenía conceptos sanos acerca de la figura ideal del perfecto ciudadano romano.
No confiaba en el hombre que tenía más sensibilidad en su paladar que afecto en su corazón y por ello consideraba que «difícilmente podía ser útil a la República un cuerpo en el que, desde la garganta, el estómago llegaba a la cintura.
El poder en Roma basábase en la familia, que precisamente por ello más de una vez degradábase a ser fábrica de soldados. En el lazo familiar el afecto en ciertas circunstancias era secundario, y el mismo Catón abrazaba a su tímida mujer solamente cuando había tormenta y muchos relámpagos. De ahí nació el dicho en Roma, «parece que viene tormenta, la mujer de Catón estará feliz».
Catón sabía tanto como los demás censores, que los grandes hombres del mañana son los niños de hoy, cuyos ojos y oídos son sagrados y también como la esponja absorben y retienen todo en su cabeza, que la llamaban el Templo del alma.
En la Antigua Roma los niños no se bañaban junto con lo adultos y los educaban con mucho cuidado y dedicación.
Catón, queriendo dar un buen ejemplo, no permitió que en su casa enseñara el maestro-esclavo, quería pues, que su hijo no fuera castigado por un esclavo, si tardaba en aprender, y si era buen discípulo no tuviera jamás la necesidad de agradecer.
En la elección de los senadores buscaba Catón hombres respetados, que se supieron hacer respetar y los que veneraban a los dioses y consideraban sagrada la libertad de los ciudadanos. Él necesitaba hombres y varones de conducta recta, que nunca pedían el perdón antes para cometer la falta.
Pensaba que la justicia es como el aceite de los médicos, muy saludable al cuerpo por fuera, pero daña por dentro: de la misma manera es la justicia que cuando la ejercemos: a veces no nos favorece, pero es útil a los otros.
En su opinión, un magistrado que dirige la suerte de un estado, jamás debe olvidar que el estómago del pueblo es incurablemente sordo, por lo tanto, con sólo palabras no se lo puede convencer. De acuerdo a sus principios de economía, opinaba que es muy difícil que se salvase una ciudad, en la que se venda más caro el pescado que un buey, y donde los caballos cuestan más caros que los cocineros.
Dice Polibio que quejábase indignado de que existen personas en Roma que importan del extranjero una clase detestable de corrupción, por la cual un bello adolescente vendíase mas caro que un fértil campo.
Era severo guardián del honor, y acusó con vehemencia el cáncer del Estado, llamando así el peculado y la concusión de los dignatarios. Los que roban a los particulares —dijo— pasan la vida atados por el cuello y pies en una celda oscura, mientras los ladrones del estado viven entre el oro y la púrpura. Peleó contra el soborno, y sólo Catón estuvo firme contra esos vicios de la República, que se iba degenerando y amenazaba caer con toda su grandeza.
Catón, el censor era un hombre serenamente severo, y jamás actuó con ira y precipitación. Dice Séneca, que cuando le hirieron en la cara, ni se enojó, ni vengó la injuria, y tampoco la perdonó, porque negó estar injuriado. Mayor ánimo era necesario para no reconocerla como injuria que para perdonarla.
Durante toda su vida solamente de tres cosas sentíase arrepentido. Primero de haber confiado un secreto a su mujer. Segundo, de haberse embarcado en un viaje que podría haber hecho por tierra, y tercero de haber pasado un día entero sin hacer nada.
Catón era un hombre modesto que adquiría su fama, no por las palabras, sino por los hechos. Cuando le preguntaron por qué causa no tenía su estatua en su pórtico, contestó: «Prefiero que pregunten ‘¿Por qué no está?’ a que pregunten: ‘¿Por qué está?’»
En el Pórtico de las imágenes donde tuvo Catón luego su estatua, durante el decadente Principado, algunos romanos, fieles amigos de la tradición, del trabajo honesto y la moral, más de una vez colocaron sobre su busto un cartel con sólo dos precisas palabras: «Utinam viveres!»: ¡Ojalá vivieras!
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