Entre los tantos símbolos de Pitágoras había uno que especialmente recomendaba a sus acústicos, es decir oyentes : «No pasar por encima de la balanza», símbolo que, según la interpretación de Jamblichos, era un precepto que ordenaba cumplir fielmente con la justicia: no tanto con la justicia legal, sino más bien con la particular que ellos llamaban epieikeia y nosotros equidad.
Justos y equitativos eran los pitagóricos, por lo menos así lo afirman los ejemplos ofrecidos por el neoplatónico y también pitagórico Jamblichos. Éste cita —entre otros— el caso de un pitagórico que tenía que arbitrar entre dos litigantes en un asunto que carecía de testigos.
Este juez entonces, antes de fallar, llevó a los dos contrincantes por separado a la ciudad, so pretexto de interiorizarse mejor de sus asuntos. Durante el paseo se detuvo con cada uno ante una sepultura, recordándoles que allí descansaba un hombre que en vida fue muy conocido por su rectitud y honor.
Cada uno de sus acompañantes hizo luego sus propias observaciones. Uno dijo que el muerto entonces merece todo su respeto y él mismo intentará seguir su noble ejemplo. El otro, con sonrisa irónica preguntó al arbitro pitagórico: «Dime Juez, ¿qué es lo que ganó ese muerto tuyo con tanta integridad moral y honor? ¡Yo no veo en esto mucha gracia!»
Refiere Jamblichos que el árbitro no le contestó, pero ya sabia con seguridad de qué lado se encontraba la verdad en este litigio que no tenía testigos...
Otro Pitagórico, juez en una cuestión de considerable suma de dinero, antes de que comenzara el litigio convenció al demandado de que pagase cuatro talentos, y luego persuadió al demandante para que se contentase solamente con dos.
Teniendo la conformidad de ambos, falló luego que el deudor debía pagar al acreedor tres talentos. De esta manera el pitagórico con su sentencia equitativa, satisfizo plenamente a ambos litigantes, pues cada uno de ellos estaba convencido de que había ganado el litigio, porque uno recibió y el otro ahorró un talento más.
Existía en Lacedemonia una Ley sacro-religiosa, que prohibía levantar cualquier objeto caído en el santuario de Aesculapio de Epidauro.
A un peregrino, que llegó a buscar su salud desde la lejana Italia, se le cayó al suelo su monedero con todo el dinero. El pobre forastero estaba desesperado, hasta que un pitagórico, que por la casualidad se encontraba allí, le enseño que lo único que no debía levantar era el monedero caído sobre el suelo, pero no había inconveniente alguno en alzar su dinero, que estaba sobre el cuero del monedero...
El mismo autor nos refiere que dos socios de un negocio inventaron un hábil engaño. Depositaron una suma cuantiosa en la casa de un amigo, advirtiéndole que la devolución del dinero se realizaría por la solicitud de los dos. Pocos días después apareció uno de los socios y afirmando la conformidad del otro, recogió la suma depositada, desapareciendo luego.
El otro, inmediatamente se hizo presente, para levantar el dinero y al escuchar el relato de lo ocurrido, denunció al depositario, reclamando la suma que le había llevado el socio.
Fueron al litigio y el juez, un pitagórico, autorizó al socio denunciante a cobrar la suma reclamada, siempre que, según el convenio original, se presentara a hacerlo junto con el socio desaparecido.
Dice Séneca, que un pitagórico compró de un zapatero unos borceguíes fiados. Después de haber pasado algunos días, volvió a la tienda para pagar la deuda. La puerta estaba cerrada y después de muchas llamadas en vano, apareció un vecino y dijo:
—Pierdes tu tiempo, porque el zapatero a quien buscas está muerto y cremado. Cosa muy triste para nosotros, que perdemos para siempre a nuestros difuntos, pero me imagino que para ti no lo será porque vosotros sabéis cómo volver a vivir.
El pitagórico retornó entonces gustoso a su casa, porque pensó que ahorraba dinero, pero se sublevó su conciencia y se reprendió a sí mismo por dar su consentimiento a semejante conducta y acto seguido volvió a la zapatería y metió bajo la puerta la moneda de su deuda, castigando de este modo la baja codicia, para no contraer la costumbre de quedarse con la cosa ajena.
En esta y semejante forma, resolvieron las cuestiones y litigios los pitagóricos, a quienes nunca les faltaban los dones más divinos: la veracidad, el obrar rectamente y el juzgar siempre de acuerdo con la equidad y el honor.
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