sábado, 21 de junio de 2008

LOCUSTA Y LA RISA SARDÓNICA


Alexandros Callisthenes:
No quisiera que, tomando la
copa de Alejandro,
deba recurrir luego a Aesculapio...
Plutarchos: Peri aorgesias. 3.

El renombrado jurisconsulto de la época clásica, Gayo en sus Comentarios sobre la Ley de las doce Tablas, recomienda que: «el que dice veneno debe agregar la palabra ‘bueno o malo’, porque también los medicamentos son venenos». Para demostrar su tesis cita al inmortal poeta Homero, según quien veneno o como se dice en griego pharmakos, constituye un concepto genérico que en su forma benigna es remedio, y cuando es dañoso lleva el nombre de virus, que en castellano se dice ‘veneno’ o ‘tóxico’, igual al griego «toxicon».

Por esta razón, mezclar venenos en Roma en cierta manera era el oficio de los pigmentarios o antiguos droguistas, preparadores de los venenos buenos, vale decir, remedios.

No faltaban naturalmente los farmacólogos, las cuales con preferencia preparaban los venenos malos, los tóxicos, los virus, por ello los llamaban brevemente virólogos. Los testimonios de los antiguos anales nos demuestran que a este gremio oculto, los envenenadores, pertenecían no pocas mujeres, sino centenares de ellas.

En uno de sus libros sostiene Livio que el año centésimo decimotercero olímpico fue desastroso por la crueldad del cielo o la perfidia de las mujeres. Ocurrió pues que en ese año murió, en una cadena ininterrumpida, considerable número de los ciudadanos más distinguidos, ex cónsules, pretores, senadores y patricios. Hombres ya de edad con cabellos plateados, sucumbieron de una enfermedad misteriosa, presentando todos síntomas idénticos. El pueblo de Roma estaba atónito, y los médicos completamente desorientados ante tal calamidad pública, hasta que una esclava presentóse ante el jefe de policía, Q. Fabio Máximo, y le ofreció revelar el secreto de la endemia funesta, siempre que su confesión no le reportase daño alguno.

Fabio autorizado por los cónsules y el Senado, dio las garantías necesarias a la muchacha, quien a su vez con lengua suelta, brindó un amplio informe narrando con detalles sobre cómo las más distinguidas señoras romanas, por medio de «venenos malos» eliminaron a su maridos.

La policía, basándose en la información suministrada, pudo sorprender a veinte mujeres que estaban cocinando drogas y tenían venenos cuidadosamente ocultos. Todas fueron conducidas al Foro, para tratar sus asuntos ante el mismo pueblo.

Dos de ellas, Cornelia y Sergia, distinguidas señoras de familias patricias, sostuvieron en su defensa que la drogas decomisadas eran medicinas saludables. El magistrado actuante expresó a su vez que acerca de la veracidad de lo declarado no tenía duda alguna, sin embargo, era conveniente para ellas, para convencer también al Pueblo, que tomaran tales remedios. Vieron entonces que su causa estaba perdida, y para acelerar un fin, que no podían postergar, pero tampoco evitar, resolvieron tomar las drogas en presencia del pueblo y de los magistrados romanos. Dice Livio que murieron todas en forma repentina, víctimas de sus propias perfidias.

Sus cómplices apresadas, denunciaron enseguida a otras expertas pharmakologas, que no eran pocas, pues en esta oportunidad fueron condenadas cerca de ciento setenta personas.

El Senado perplejo se dirigió al Colegio Teocrático de los augures, para obtener un respuesta acerca de este caso hasta entonces inaudito. Los pontífices opinaron que se trataba de un prodigio, y por eso lo ocurrido tenía que ser considerado más bien como un hecho de dementes y no un delito criminal.

Semejante «desviada viróloga» fue en la época imperial Locusta. Era esta una mujer cuyos venenos estaban destinados a intervenir en la historia romana. Su actividad nefasta —como Tácito lo observa— ha sido considerada como importante instrumento en la turbulenta política del Imperio.

Su primera víctima era el emperador Claudio, cuya muerte fue decidida por su ambiciosa mujer Agripina. Locusta, por encargo de la Emperatriz, preparó el veneno que el eunuco Haloto dio a su emperador en un guisado de hongos del que éste gustaba mucho. El tóxico, sin embargo, no tuvo mayor efecto, pues Claudio, después de una violenta indigestión, comenzó a mostrar señales de franca mejoría.

Agripina, temerosa de que su plan pudiera ser descubierto, decidió obrar inmediatamente. Llamó a su confidente especial, el medico Xenophonte, dándole las instrucciones necesarias. Este galeno malvado, so pretexto de provocar vómitos aliviantes, tocó la garganta del emperador con su pluma medicinal. Dícese que Claudio esta vez murió repentinamente, porque la punta de la pluma había sido untada con un veneno subitáneo de Locusta...

Al emperador muy pronto tuvo que seguirlo su hijo Británico (de su matrimonio con Mesalina) demasiado molesto a los planes del ambicioso Nerón. A este joven Nerón lo hizo matar con el veneno de Locusta, en forma hábil y al par engañosa. Sabía aquél que la vianda, destinada a Británico, por razones de seguridad sería probada, como siempre, por el salva, llamado así el oficio del esclavo pregustador, y como su repentina muerte podría hacer fracasar el plan, inventó un ingenioso ardid que no podía fallar.

Le presentaron a Británico, la bebida sin veneno, pero tan caliente, que no pudiéndola beber, después de hecha la acostumbrada «salva», fue templada con agua fría envenenada. Bebióla el Príncipe y al instante perdió la voz y expiró. Sólo el pánico del acusador silencio de los comensales acompañaron en su violenta muerte a la inocente y no la última víctima de Locusta y Nerón.

Pausanias de Magnesia, en una de sus brillantes descripciones geográficas, hablaba de la isla de Sardinia que mucho tiempo antes fue conocida con el nombre de Ikhnusa y que en griego significa, ‘huella de un pie’. Más adelante Sardos, que allí llegó desde Lidia, bautizó con su nombre a la isla y desde entonces se llamó Sardonia.

Había en esta isla una planta, un ranúnculo, sumamente «venenoso», llamado «sardonia», cuyo consumo resultaba fatal.

El inevitable fin comenzaba con contracciones de los músculos faciales, que torcían la cara de tal forma, que parecía como si la víctima, ante su cercana muerte, hubiera querido reírse de corazón de su propia desgracia.

La fama de esta planta llegó hasta el poeta Homero, que nos habla de los sardonios gelos, ‘risa sardónica’.

Parece que los pobladores frecuentemente recurrieron al uso de la planta, porque Livio refiere que en el año 180 antes de Cristo, recibió del Senado una epístola del pretor Cayo Menio, por medio de la cual informaba a los senadores, que por causa de la muerte de los miles de isleños, fallecidos con las «risas sardónicas», había condenado ya a más de tres mil personas, y estaba aún, en razón de las denuncias existentes, sobre las huellas de muchas más.

Cuatros años más tarde, el Pretor Q. Nevio, informaba al Senado Romano que en su carácter de gobernador de Sardinia durante cuatro meses tuvo que investigar los nuevos y numerosos envenenamientos en esta isla, desgraciada y desgarrada por la perfidia y maldad humanas. Valerio Antías sostiene que en esta oportunidad fueron condenados por el pretor cerca de dos mil personas, sin considerar la considerable cantidad de víctimas, que por la culpa de cinco mil condenados, tenían que dejar este mundo con tristeza oculta detrás de una cara, grotescamente deformada por la «risa sardónica», calambres faciales, que indicaban la pronta muerte.

La pena aplicada a los condenados por envenenamiento estaba determinada por la ley, en forma siempre desigual, ya que a los culpables, pertenecientes a familias patricias, los solían desterrar, pero a los más humildes, les ahorraban los gastos del viaje, pues los echaron a las fieras sin preocuparse mucho...

El veneno en Roma, denominado también pharmakos, si era bueno, era remedio, si era malo, llamado en griego toxicon era un medio, seguro para hacer desaparecer a todos los que por el simple hecho de vivir, molestaban los planes de algunos malvados. Los motivos en ese tiempo eran lo suficientemente fuertes como para apagar la voz de la conciencia: los llamaban Poder y Dinero.

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