sábado, 21 de junio de 2008

DIÓGENES, EL CÍNICO


Sunetótaton toon zóón nomizein
einai tón anthopon ...

El hombre es el único animal
que sirve para todos.
Diógenes. VI.80.

Hacia el siglo 418 a.C.n. nació en la casa del banquero Isecio, en el pueblo de Sinope un hijo de éste, a quien ante el altar de Los Lares dieron el nombre de Diógenes.

Acerca de su juventud no sabemos mucho: algunos sostienen que fue un religioso kakón porque instigado por el oráculo de Delfos, se dedicaba a fabricar monedas, hasta que lo descubrieron y tuvo que huir a Atenas. Ahí el perseguido se hizo discípulo de Antístenes, y aprendió la amarga sabiduría, que consistía en vivir como los kynikoi, es decir como los perros, despreciando las cosas humanas y ladrando diariamente contra sus prójimos.

Diógenes era rotundamente misántropo, y para él, el mundo era inmundo. El genio díscolo demostraba su despecho contra todo a cada momento. En pleno día encendía su antorcha y buscaba hombres, llamándolos en voz alta: «¡Hombres!» «¡Hombres!»; y cuando se agolpaban algunos, los dispersaba con su bastón insultándolos: «¡Hombres buscaba, no excrementos!»

Despreciaba a los matemáticos porque al escrutar el cielo no tenían tiempo de ver lo que ocurría en la tierra. De la misma manera vituperaba a los músicos, que, pulsando las cuerdas de sus liras, estaban al mismo tiempo en pleno desacuerdo con las costumbres y con la vida.

Acerca de los magistrados y los médicos, empleados en el gobierno, se limitaba a observar que «¡el hombre es el único animal que sirve para todos!» Al ver a algunos altos funcionarios, llevando al autor de un hurto pequeño, dirigiéndose a los curiosos, les dijo: «Desde mucho tiempo atrás está ya en boga, que los grandes ladrones sean los que apresan al más pequeño».

Detestaba a las mujeres, a los desviados morales y a los ignorantes. Los atletas, según su opinión, no tienen cerebro, sólo carne de cerdo y de buey. Referente a las mujeres, opinaba que la mujer es la fuente del mal: habiendo visto una vez a varias mujeres ahorcadas en un olivo, dijo: «¡Ojalá que todos los árboles tengan semejantes frutos!»

Aborrecía a las que vendían sus amores, y las consideraba como vino que tiene veneno mezclado con miel. Dijo que ellas son como las reinas de los reyes: piden lo que quieren, y nadie se anima a decirles que no. A uno que le estaba suplicando a una ramera, le dijo «¿Por qué anhelas alcanzar, miserable, una cosa de la cual más vale carecer?» Al ver a un atleta olímpico, paseando con una prostituta, lo señaló en voz alta diciendo: «¡Mira cómo el gallo belicoso es llevado del cuello por una vulgar gallina!» Al hijo de una conocida ramera que tiraba piedras a la gente congregada en la plaza publica, lo amonestó: «¡Pero, hijo! ¿Cómo te atreves a tirar piedras contra tus padres?»

Opinaba que la infidelidad es la fortaleza del sexo débil, por eso estaba contra la institución del matrimonio y al ser preguntado, cuándo deben casarse los hombres, se limitó a decir: «¿Los jóvenes? Todavía no. ¿Y los viejos? Nunca». Dio este consejo, porque como discípulo de Antístenes, estaba convencido de que «el amor es la ocupación de los desocupados» y que casarse con una mujer hermosa es prácticamente lo mismo que compartirla con otro.

De corazón detestaba a los afeminados y a uno le recomendaba: «Si la naturaleza te hizo hombre, ¿para qué haces tantos esfuerzos para convertirte en mujer?» En Atenas pululaban estas tristes figuras, por ello, en una oportunidad, al volver de Esparta a Atenas dijo Diógenes: «Vengo del pueblo de los varones, para estar un poco aquí, en la ciudad de las hembras».

Diógenes no era amigo de los filósofos, y especialmente despreciaba a Platón. Éste, en una oportunidad —al ver a Diógenes lavando algunas hierbas— le dijo: «¡Si sirvieras a Dionisio, te aseguro que no lavarías ahora verduras!» Mas él acercándose a Platón le contestó con una agria ironía: «¡Si tú lavaras hierbas, serías independiente, y no un sirviente de Dionisio!»

Despreciaba a los aduladores, y consideraba héroe al que conociendo a los poderosos, tenía el valor de ni acercarse a ellos.

Platón enseñaba que el hombre es un animal de dos pies y sin plumas. Tomó entonces Diógenes un gallo, le quitó su plumaje, y lo tiro en la escuela de Platón diciendo: «¡Aquí tenéis ahora el hombre que inventó vuestro genial maestro!» La fama de Diógenes llegó hasta el rey de los macedonios. Éste, al visitar a Diógenes, le dijo: «¡Yo soy Alejandro, el rey!» y el filósofo, sin inmutarse, le replicó: «¡Y yo, Diógenes, el can!»

Al ser preguntado, por qué causa le llaman perro, respondió: «¡Halago a los que me dan algo, ladro a los que no dan, y muerdo a los malvados!»

Impresionado Alejandro por las respuestas de este hombre, le dijo: «¡Pídeme lo que quieras!» Pero Diógenes declinó la oferta diciendo: «Te pido que no me quites lo que jamas podrás darme: ¡el sol!» Alejandro quedó tan entusiasmado con la atrevida respuesta que espontáneamente exclamó: «¡Por mi padre, Amon Júpiter te digo, que si no fuera Alejandro, con gusto quisiera ser Diógenes!»

El filósofo, sin embargo, no prestó mayor atención al rey, y cuando Alejandro en una oportunidad le envío una carta a Antipater en Atenas por medio de un tal Atlías, Diógenes hizo la afamada e irónica observación: «Hé atlía tés Atlías, ton atlían to Atlía!», es decir, «¡Una carta miserable de un miserable, llegó por un miserable a un miserable!».

Alejandro tampoco carecía de la sal de Ática, y mandó al agrio filósofo un hermoso disco, pero hecho todo de hueso, Diógenes al recibirlo quedó muy disgustado, y observó con desprecio que «¡el obsequio es más bien comida para perros, que regalo de reyes!»

Pregonaba la pobreza, pero no la megarense, pues allí, para asegurar la calidad de la lana, las ovejas eran cubiertas con pieles, pero iban desnudos los muchachos. Por esta razón a Diógenes le parecía que «¡entre los megarenses más vale ser carnero, que hijo!»

A uno que le preguntó por qué el oro es tan pálido, le respondió: «¡Porque está amedrentado por la multitud de gente que lo busca!»

Dijo que el dinero es la metrópolis del mal, pero igual lo aceptaba de sus amigos y jamás pensaba en devolverlo. Dijo que el mejor vino es el añejo y ajeno, y que el hombre es libre, mientras no se deje atemorizar.

Cuando uno le reprendió: «¡Los sinopenses te condenaron al destierro!», respondió en el acto: «¡Y, yo a ellos a quedarse!» A los que lo instaban a que buscase su esclavo que se le había fugado, les respondió: «¡Fuese cosa ridícula que pudiendo Manes vivir sin Diógenes, Diógenes no pudiera vivir sin Manes!»

A otro, que le reprochaba que era falsificador de monedas le replicó diciendo: «Efectivamente hubo un tiempo, en que era yo tal cual tú ahora, pero lo que yo soy ahora, tu no lo serás nunca».

En un viaje, navegando a Egina fue apresado y vendido por los piratas en la isla de Creta. Al pregonero que le preguntó qué sabía hacer, le respondió: «¡Mandar a los hombres libres!» Y al decir esto señaló con su índice al corintio Xeníades: «Véndeme a éste, porque veo que necesita un amo». El perplejo Xeníades lo compró en el acto, aunque Diógenes no quiso levantarse cuando así se lo ordenó el pregonero, sino que rio y dijo: «Me gustaría saber, ¿qué harías si vendieses pescado?»96/a

Como hemos dicho, Xeníades compró a Diógenes y lo llevó a Corinthos, donde le encargó de la educación de sus hijos. Enseñaba a éstos el silencio pitagórico y los adoctrinaba en las buenas costumbres. Consideraba que el saber para los jóvenes significa templanza, para los viejos consuelo, para los pobres riqueza y para los ricos ornato, sin el cual el acaudalado sería una simple oveja con piel de oro». Por ello detestaba a los indoctos y a un ignorante que preguntó por qué a los esclavos los llaman «Andrápodas», respondió: «¡Porque tienen los pies como los hombres y el alma como tú, que me lo preguntas!»

Enseñaba a vivir parcamente y a uno que deseaba saber a qué hora y cuántas veces conviene comer, le dijo: «¡Si es rico, cuando quiera; y si es pobre, cuando pueda!» Diógenes, que vivía como un perro, hablaba como un sacerdote y declaraba la guerra a la procacidad. A un muchacho decente, que se expresaba en forma vulgar, le advirtió que es una pena tener dentro de una vaina de marfil una espada de plomo. Tenía fe en los dioses, pues preguntando por el boticario Lysias, si creía en los dioses o no, respondió: «¿Cómo podría negarlo, si te tengo como enemigo de ellos?»

En una oportunidad le preguntó Xeníades, su amo, cómo quisiera ser enterrado. «Boca abajo», contestó Diógenes, porque aquí a poco se volverán las cosas de abajo a arriba. Dijo esto porque ya entonces los macedonios tenían mucho poder, y los humildes iban a hacerse grandes y poderosos.

Diógenes no tenía miedo a la muerte, pues opinaba acertadamente que cuando llega la hora, ya nadie siente los últimos segundos.

Murió a los noventa años y los antiguos nos trasmiten acerca de su muerte historias diferentes. Lo más probable es que el «Ciudadano del Mundo» y el «Gran Can del Mundo antiguo», dejó su aventurera vida, en forma digna de un noble perro porque el «Hijo de Ju-Piter y Can Celeste» murió de hidrofobia, mordido por un perro. Murió de la rabia que le acompañó como si fuera su sombra, acosándole durante toda su existencia cínica (kynica).

1 comentario:

salcaba dijo...

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