sábado, 21 de junio de 2008

LA SUPERSTICIÓN ROMANA


La superstición es loco error
que teme a lo que debe amar y
ofende a lo que reverencia.
L. A. Séneca. Epist. mor. 123.

Nada contribuye tanto a extraviar
al hombre como la superstición.
T. Livius. 39.16.

La palabra superstición, en la antigua Roma, al principio significaba «superstatio», es decir una ubicación superior de los dioses, que están por encima de los hombres, y a éstos, por medio de signos y Demonios, comunican su voluntad.

La señal más temida era el rayo de Júpiter, cuyos efectos —dice Séneca— son maravillosos y verdaderamente divinos. El rayo funde el dinero en una bolsa que deja intacta, disuelve la espada en la vaina que queda entera. La punta de la lanza corre fundida a lo largo del asta, que no ha tocado. Serpientes y demás animales, cuyo veneno es mortal, una vez alcanzados por el rayo, pierden la ponzoña, pues en los cadáveres envenenados no nacen lombrices, pero en las serpientes, muertas por el relámpago, pupulan los gusanos.

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Tenían los romanos también Genios que no eran siempre buenos. Fieles adeptos de las creencias suméricas, hetito-egipcias, estaban convencidos, de que los genios malos penetran en los cuerpos humanos y los inflan tres veces. Para cerrarles la entrada, en forma preventiva, recomendaban los sacerdotes comer una cebolla o ajo cada mañana, hortaliza divina, y única que no se pudre por los efectos dañinos de la pleniluna. La gente creía firmemente en esto, y resultaba más barato comer un ajo o cebolla que gastar cuantiosas sumas en el sacerdote al que llamaban el exorcista.

En la creencia popular había dos espanta-niños, que comenzaron a actuar donde terminó la autoridad maternal.

Luciano nos habla de niños que tiemblan por Mormo y Lamia. Mormo era un ser fantástico cuyo nombre era suficiente citar, para hacer sumisos a los niños más traviesos. Las Lamias, según la aterrada creencia infantil, eran crueles brujas, que devoraban vivos a los niños revoltosos y desobedientes.

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El romano no temía la muerte, pero sí lo aterraba pronunciar la palabra, que la indica. Por ello, nunca decían que «murió o murieron», sino preferían decir a la manera de Cicerón, que «vivió o vivieron».

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Guiados por el lema: «Todo termina bien, si comienza bien», como nos informa Luciano, sobre todo por la mañana, evitaron cuidadosamente el encuentro con un cojo de pie derecho, y aconsejaron a «quien al salir de su casa vea a un eunuco o a un mono, debe regresar al momento».

No empezaban ni realizaban ninguna clase de trabajos de importancia en días nefastos, ni comenzaron un paseo con el pie izquierdo. Mal augurio era si un perro negro quería entrar en la casa; o si una liebre cruzaba el camino; y terrible presagio era el súbito silencio, entre los participantes de un festín ruidoso.

Una rara clase de superstición implantada por los sacerdotes era la muy arraigada creencia de que los dioses descargaban su cólera contra las ropas colgadas y enviaban a sus dueños infortunios y calamidades. Los sacerdotes de la diosa Cibela y Belona, aprovechando la ignorancia y temor de los creyentes, se ofrecieron para aplacar a los dioses, irritados contra ellos, con oraciones, y como modesta recompensa, pidieron opulentas ofrendas y regalos, y se llevaron a menudo hasta las mismas ropas. Por esta razón quizás, la gente pobre y plebeya, para evitar la cólera de los dioses, y también la avidez de los sacerdotes, dejaba de colgar su ropa lavada, sino que —como se hace todavía— la tendían para secar sobre la misma tierra.

El hombre antiguo con sus temores religiosos, con la mente perturbada por el terror y el espanto, estaba rodeado constantemente por sacerdotes, expiadores y adivinos, para ayudar a la gente a salvarse de los terribles presagios, y de los extraños prodigios, funestas señales de desgracias futuras.

Según Plutarco la superstición en Roma era como las aguas, que se van siempre hacia lo más bajo y abatida llena el ánimo de incertidumbre y miedo.

Pero este terror —afirma Séneca— lo consideraron esos sapientísimos varones de la antigua religión romana como cosa muy necesaria, porque quisieron que el hombre temiese a un ser superior a él.

Querían que existiese un poder, ante el cual se sintiesen todos inermes. Por medio de este miedo la religión quería aterrar a aquéllos, que solamente por temor se abstienen del mal, y para eso puso sobre nosotros, esta vez, no un Jupiter, Padre Auxiliador, sino un VED-Piter, un dios vengador, armado constantemente con sus rayos, y manteniendo en alerta a un ejército de demonios.

Por todo esto dijo Tertuliano que la antigua religión romana era supersticiosa, y es muy cierto porque con demonios e infiernos infundía espanto y temor en los creyentes, y de este insensato miedo nació la superstición, que en vez de honrar, ofende a los dioses, dice acertadamente Séneca.

La superstición —continúa diciendo el estoico de Roma— es un agravio a los dioses porque teme lo que debe amar y ofende lo que debería respetar.

La superstición sobrevivió a los romanos y parece ser perenne como los tiempos.

Dícese que siempre existirá, mientras haya miedo, y que desaparecerá cuando muera no por el miedo, sino con el miedo y con la ignorancia.

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