sábado, 21 de junio de 2008

El antiguo romano y la injuria

«Lo que de él se dice, no puede decirse! y
lo que puede decirse, no se dice!»
M. T. Cícero. Rhet. a C. Her.
Los antiguos romanos llamaron injuria a todo acto que carecía de derecho. Especialmente consideraron tal a la contumelia, palabra que deriva del verbo latino «contemnere», es decir despreciar, porque injuria es despreciar al otro.
El antiguo romano, demasiado humano, sin embargo inventó numerosas clases de desprecios: numerosos medios para ofender y gozar ante el dolor de otro como si éste fuera un lejano y no un prójimo nuestro.
Séneca considera que son injuriosos los que nos ofenden por causas y medios distintos.
¡El orgulloso te ofende con sus desprecios!
El rico con su altanería,
El impertinente con su torpe vocería
El envidioso con su malignidad
El contradicente con su mote: ¡Hazme la contra
para que seamos dos!
El vanidoso te ofende con sus mentiras
El impúdico con sus ofertas necias
El cínico con su agria ironía
El difamante con su cobardía
El intruso te ofende en tu casa y
El iracundo con su provocación constante.
A veces te ofende el amigo cuando alquila para tí un peligroso enemigo. Para matar a Julio César, concurrieron menos enemigos que amigos, cuyas insaciables esperanzas no había satisfecho.
En la antigua Roma habían orgullosos, que nadaban en el dinero, y despreciaban a todos los que estaban ahogados por la miseria. Lo único que sabían apreciar era el Denario, y todo lo demás era despreciado, e injuriado. De lejos reconocían el oro, pero desconocían a sus pobres prójimos. Eran estos los miopes de los antiguos, miopes sin alma, y sin anteojos... El orgullo les quitó la buena vista, para ellos era suficiente si el denario, y el sestercio les dió el «visto bueno».
No faltaban desde luego los groseros. Crysippo vió llorar en el Senado a Fido Cornelio, yerno de Ovidio, porque Corvulo le llamó «!Avestruz pelado!», y a Léntulo le ofendió Démonax diciendo: ¡Qué linda es tu toga Léntulo! Toga de fina lana de un cornudo carnero!». Marcelo elogió a Tullio: «¡Tú eres como el gran pretor Verres!». La comparación era la peor injuria, pues nadie ignoraba que Verres era ladrón y la vergüenza de la República. Este mismo Verres vociferaba contra su acusador: «¿Porqué ladras tanto contra mí, Cicerón?», y éste le contestó en el acto: «¡Porque veo un ladrón!». Todavía no sabemos si Dolabella quiso ofender o no al Atico, cuando le dijo: «¡Verres en comparación contigo es un noble caballero romano!».
*
Contra el galán que se atrevía a molestar a las mujeres desconocidas, estableció el Digesto, que cortejar es atentar con dulces palabras contra la honestidad de la mujer, y también es un atentado contra las buenas costumbres seguir a alguien en la calle «pues sigue el que tácitamente lo hace con frecuencia, y la asidua frecuencia atribuye una cierta infamia. Injurias fueron estos actos, injurias de los impúdicos, contra los cuales procedió el pretor en virtud de su edicto.
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Dice Séneca, que también hay alguien que a menudo nos injuria; y es nuestro propio yo! Nuestra alma mimosa, y demasiado curiosa.
El color rojo excita al toro, la serpiente áspid se yergue delante de una sombra y, un lienzo blanco alarma a los osos y leones. Lo mismo acontece con nuestro espíritu inquieto.
No hay que alarmarse por sospechas de las cosas..., nos sentimos injuriados por nada, porque somos curiosos. El que averigua todo cuanto se dice de él; el que quiere desterrar las palabras malévolas, ése se persigue a sí mismo.
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Lo concerniente a los efectos de la injuria, y la manera cómo los antiguos las consideraron y soportaron, es notable y cabe recordarlo aquí: Examinaban el carácter y la intención del injuriante y luego lo diferenciaban y calificaban como injuriante real o virtual. Empleaban para tal fin el «cuestionario» de Séneca:
¿Es un niño? Entonces se perdona la edad, pues ignora si hace daño.
¿Es un padre? O nos ha hecho bastante bien, para adquirir el derecho a una ofensa, o tal vez es un favor más el que tomamos por injuria.
¿Es por mandato? ¿Quién podría sin injusticia irritarse contra la necesidad?
¿Es por represalia? No se te injuria si sufres lo que tú has hecho sufrir antes.
¿Es un juez? Respeta más su sensibilidad que la tuya.
¿Es un rey? Si te declara culpable, cede a la justicia: si inocente, cede a la fortuna.
¿Es un animal? Te haces semejante a él irritándote.
¿Es un Dios, quien te ofendió? Pierdes el tiempo irritándote contra él, lo mismo que al invocar su cólera contra otro.
La mentalidad estoica romana consideraba que la mejor y más acertada manera de soportar las injurias es precisamente no devolverlas.
Si es un varón justo, el que te ha injuriado; no lo creas!. ¿Y si es malvado? No te asombres! No hay que devolver la injuria, pues otro le castigará por lo que te ha hecho y ya lo está por la falta misma que ha cometido contra tí.
Un hombre golpeó por error en los baños públicos a Marco Catón, a quien no conocía. Cuando lo reconoció, excusóse en seguida, pero Catón le contestó: «No recuerdo haber recibido esos golpes!» Consideraba mejor olvidar la injuria que castigarla... y aquel hombre aprendió a conocer a Catón.
Propiedad de grandes almas es despreciar las injurias y olvidar la venganza pues: la venganza más humillante para el agresor es no parecer digno de provocarla. Además ocurre que muchos al pedir reparación por injurias pequeñas, no han hecho más que agravarlas. Dice Séneca que grande es aquél que imitando a las fieras nobles, oye sin conmoverse los impotentes ladridos de perros rabiosos.
La mejor venganza es quitar al que quiso hacer la injuria, el deleite de ella, porque el fruto de la injuria consiste en que se sienta y en la indignación del ofendido. Si demostramos que nos causa enojo, nos confesamos alcanzados por ella y confesarla es además admitir que nos han herido: por ello especialmente las injurias de los poderosos deben soportarse no solamente con paciencia, sino también con risueño rostro, porque humillarán de nuevo, si se persuaden de que han humillado. Los precautos romanos tenían siempre en consideración la alternativa según la cual el que te ofende o es más fuerte, o es más débil que tú! Si es más débil, perdónalo! Si es más fuerte, perdónalo!. Si es un amigo, quien nos ofende, quizás ha hecho lo que no quería: pero si es un enemigo, hizo lo que debía. Cedamos al prudente y perdonemos al insensato —nos recomienda el estoico Séneca—.
Así hizo Pisístrates, tirano de Atenas. Un comensal suyo, dominado por la embriaguez prorrumpió en denuestos contra su crueldad. No faltaban los aduladores que excitaban al tirano a la venganza, contestó a los provocadores: «No estoy ahora más conmovido, que si alguien hubiese tropezado conmigo con los ojos vendados».
Si un tirano pudo ser sensato y noble, si un César, dominado por la ira, podía contar hasta veinte, antes de contestar con calma, por que no tú también, se pregunta el antiguo romano a sí mismo.
En Roma se castigaba severamente a las injurias. Si un particular por ser pobre o infame no podía repeler una injuria, el Derecho de los Quirites, salvo en caso excepcional, nunca demoraba en aplicar las sanciones correspondientes. La Ley Decemviral, como también el Epítome de Hermogeniano establecieron que los injuriantes —si eran esclavos— tenían que ser azotados; si eran hombres libres de baja condición, apaleados, y los demás debían ser condenados a destierro temporario. Las leyes de Roma no garantizaron todavía la igualdad.
El pretor castigaba a los culpables de la injuria, considerando siempre el grado de dignidad y honradez del injuriado, según el cual crece o disminuye la estimación de la injuria. Tuvieron que decidir además sobre el grado y calidad de atroz de la injuria sufrida.
Castigaban el cinismo del injuriante, que aprovechando la lenidad de las leyes, se divertía injuriando a sus prójimos. La ley de las Doce Tablas estableció: «El que infiere injuria a otro, pagará la multa de 24 Ases!» Pero cuál será el indigente, que por 25 Ases se privará del placer de insultar? pregunta a su lector Gellio.
Dice Labeón que Lucio Veracio era un hombre desalmado, cuyo mayor placer consistía en abofetear a los hombres libres, seguíale un esclavo portando una bolsa, repleta de ases en la mano: y, en cuanto el amo propinaba una cachetada a un transeúnte, el esclavo, según lo dispuesto por la Ley entregaba inmediatamente 25 ases al injuriado. Los pretores reprendieron severamente este insólito hecho, y resolvieron hacer respetar la ley, nombrando Recuperadores (jueces) para la apreciación de las injurias cometidas.
El antiguo romano consideraba que luchar contra la injuria del superior era insensato, y sería vil hacerlo contra la del inferior, opinaban con Séneca que despreciable infeliz es aquél que devuelve el mordisco. No injuries —dice el sabio estoico— haz tranquila tu vida para tí y para los demás! Por qué has de trabajar en la caída del que te trató con altivez? Por qué te sientes injuriado, si alguien ladra detrás de tí? Ten la paciencia y nobleza de Filipo!
Filipo poseía la rara virtud de la paciencia para soportar las injurias. Rara virtud, pero poderoso medio para proteger un reinado. Refiere Séneca que Demócares, llamado con el apodo de Parrhesiastes, a causa de la excesiva intemperancia de su lengua, llegó a Macedonia con otros legados atenienses.
Filipo después de escucharles con benevolencia, les preguntó: «Decídme! ¿Qué podría hacer yo para ser grato a los atenienses?»
Ahorcarte! contestó Demócares. Estalló la indignación de los presentes al escuchar tan brutal respuesta, pero Filipo, calmándoles, mandó que se dejase marchar a aquel tersita sano y salvo «y, en cuanto a vosotros —dijo a los demás legados— decid a los atenienses, que son mucho más soberbios los que tales cosas dicen, que los que las oyen sin castigarlas!».
El antiguo romano consideraba que donde la razón no acepta la injuria, el corazón ya no la siente y la injuria no sentida, no es injuria, dice el poeta Menandros. Y, si fuera injuria, tampoco causaría impresión en el ánimo noble, sino lo contrario! Se rompe sobre aquél que con maldad te injuria.

Los penteteoses de Roma
Penteteoses llamaban los antiguos a los dioses que esperaban en el parto al recién nacido llegados desde la eternidad a esta corta vida.
El primero entre ellos era el dios Vaticano. Él era quien ayudaba al recién nacido a emitir el primer Vagido, el primer grito que señalaba el comienzo de una vida.
Estaban también presentes las tres Parcas Moira, Nona y Décima y también la Diosa Levana.
Moira esculpía la forma humana y decidía acerca del fin de la vida del recién nacido. De su obra imperfecta nacieron los monstruos, para simbolizar el disgusto de los dioses para con los padres. Estos infelices en el estado teocrático como eran Roma y Grecia, vinieron sólo para transmitir el disgusto de los dioses, y pronto tenían que morir.
El romano consideraba monstruo a todos los nacidos que carecían de forma humana, y también a los que poseían el aspecto humano pero en forma deficiente o que por el contrario eran demasiado perfectos.
Nos refiere Livio que en pueblo itálico de Arimino nacieron algunos sin ojos, ni nariz, y en Veyas nació uno con dos cabezas y otro en la ciudad de Sinuseia con cabeza de elefante. En Arrecio llegó al mundo un niño con un solo brazo, y en Sinuseia, a otro le faltaba la mano.
En la ciudad de Axima nació una niña con dientes, evidente señal de prodigio, y muy pronto después en Trusianone un niño de sexo dudoso, que tenía el tamaño de uno de cuatro años de edad. Arúspices, llamados de Etruria a Roma, declararon que aquel prodigio era siniestro para la República y aconsejaron arrojarlo fuera del territorio romano, sin dejarle contacto tomar con la tierra. Recomendaban ahogarlo en el mar. Encerráronle entonces vivo en un cofre, lo llevaron a alta mar y lo sumergieron.
El infante, desde el momento de llegar a este mundo de luz, debía seguir estrictamente el camino indicado por la diosa Moira, la diosa del Destino. Demasiado temprano diferenciábase la suerte humana: unos nacían esclavos, otros —por culpa de sus padres— indignos, y por ello abandonados. Otros nacieron para ser nobles, plebeyos o patricios, y algunos privilegiados, muy pocos, podían nombrarse como Hijos de dioses.
Existía en Roma una plaza, llamada Foro Olitorio, conocida con este nombre porque era la plaza de los verduleros y pescadores. Había allí una columna que el pueblo llamaba «Lactaria», columna de los lactantes. En ella se exponían los niños que no eran levantados desde la tierra por el padre, porque la diosa Levana se negaba a presidir la ceremonia del reconocimiento, si el hijo era fruto del adulterio. Allí fueron expuestos todos los nacidos del incesto, de los amores prohibidos y de las relaciones nefandas.
Acerca de la legitimidad de los recién nacidos cometieron muchas injusticias porque los romanos carecían de la habilidad y medios seguros que tenían los Psílos. Los Psílos, antiguo pueblo, eran inmunes al veneno de todas las serpientes y hasta éstas huían de ellos. Cuenta Herodotos que cuando les nacía un hijo, ponían en la cuna del recién nacido una serpiente. Si ésta huía, no cabía duda que el niño era legítimo, pero, si la serpiente lo mordía demostraba que el niño era ilegítimo y el par eliminaba el mal venido hijo de un extranjero.
La suerte de las criaturas de la Columna Lactaria no era dudosa. Dice Lactancio que la mayoría de los niños expuestos allí fue recogida, pero por gente depravada que en esta forma fácil ampliaban su criadero para el mercado de esclavos y prostíbulos, hasta que el emperador Justiniano puso un enérgico fin a estas maquinaciones nefandas y kakogenésicas. Dice Tertuliano en su Apologética que «... exponen a los hijos a la ventura de la misericordia ajena..., y ocurre a veces, que se pierde la memoria de estos hijos expuestos y que uno por error tropieza con ellos, casándose el hermano con su propia hermana, el padre con su hija..., y de allí se eslabonan varias generaciones con el perpetuo incesto...,» que termina con la degeneración de la misma nación!
La segunda parca era la diosa Nona. Ella era la protectora de los bien nacidos, que llegaban a este mundo hacia fines del mes nono, noveno. En nueve meses nacieron los quirites de Roma, plebeyos y patricios, todos humanos, demasiados humanos, porque los que advenían a fines del décimo mes eran los privilegiados de la Divinidad Décima, los Hijos de Dios, que llegaban a ser héroes, caudillos de su pueblo, haciéndose inmortales en la historia. En Roma no faltaban las hermosas mujeres ni hijos que nacieron de dioses.
C. Opio relata que la madre de Scipio se creyó estéril y su esposo Publio estaba desesperado por tener un hijo; un día ella al quedar dormida sola en su lecho de pronto vió a su lado una serpiente enorme y a los gritos de espanto que lanzaron los testigos del prodigio, desapareció inmediatamente. Scipio, el marido consultó a los augures, y éstos le anunciaron que pronto tendría el hijo deseado. Su esposa efectivamente al décimo mes dió a luz a Publio Scipio, indiscutido hijo de Júpiter que en la segunda guerra púnica venció en África a Aníbal y a los cartagineses. También Suetonio nos refiere que diez meses antes del nacimiento de Augusto, acaeció en Roma un prodigio del que fueron testigos todos sus habitantes y los libros de Sibila anunciaron que el Pueblo Romano pronto tendría su rey.
El Senado preocupado prohibió criar a los niños que nacieran en este año; sin embargo, algunos cuyas esposas estaban encinta, esperaban que la predicción les favoreciese, y consiguieron impedir que el Senatusconsulto sea llevado a los Archivos públicos para su promulgación. Entre estas mujeres también estaba Acia, esposa de un ilustre caballero romano, acerca de ella —Asclepiades Mendetos, en su tratado sobre «Lo Divino» nos refiere que ella había acudido en esa época a media noche al templo de Apolo para un sacrificio solemne. Dice en su relato, que pronto se deslizó a su lado una serpiente que retiróse poco después... Desde aquél momento quedó en el cuerpo de Acia la imagen de esta serpiente, que era el mismo Dios Apolo. Ella nunca la pudo borrar y por esta razón no quiso mostrarse más en los baños públicos.
Diez meses después de este acontecimiento dió a luz a un hijo, y por esta razón consideraban en Roma, que el recién nacido era hijo de Apolo.
El día en que nació, —62 a. Cr. n.— deliberábase en el Senado acerca de la conjuración de Catilina, y el feliz marido llegó un poco tarde con motivo del parto de su esposa Acia. Es cosa muy conocida, comenta Asclepiades Mendetos que Publio Nigidio, enterado aquí de la causa del retraso y hora del parto, exclamó «Nació el dueño del Universo!». Este hijo de Apolo y de Acia, en el noveno día recibió el nombre de Octavio, quien más adelante como el primer emperador de Roma, tomó el nombre de Augusto.
Cinco dioses rodeaban en la antigua Roma la cuna del recién nacido. Ellos decidían quién debía vivir y quién morir. Quién debía ser esclavo, y quién triste expuesto. Quién plebeyo o Caballero Romano, y quién el electo y dilecto Hijo de Dios, prócer deificado, redentor de su mundo, o Príncipe, embriagado por el humo del incienso le que rodeaba constantemente.
Cinco dioses decidían la suerte humana en la antigua Roma, sin que por eso nadie se sublevase contra la voluntad divina.
Hoy se dice que el hombre de voluntad libre es dueño de su propio destino, destino que nos espera ya en la cuna, porque es un regalo de Dios.

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