sábado, 21 de junio de 2008

CRISTO,EL PRINCIPE ABGAR Y EL SENADO ROMANO


¡Seas bendito Abgar, por la fe que
tienes en mí...!
Epístola de Cristo.

En el año 260, p. C.n. nació en Nicomedia Eusebio de Pampilia, destacada figura del sínodo de Nicea, fervoroso obispo de Cesarea, padre de la historia de la Iglesia naciente, hasta la llegada del emperador Constantino.

En el libro primero de su obra maestra escrita en griego, nos refiere que durante su investigación en el archivo real sirio, llamado Khronikon Edessanum, encontró por casualidad una correspondencia de mucha importancia que consistía en dos epístolas escritas en idioma sirio.

El autor de la primera de las cartas era el Príncipe de la ciudad de Edessa en la Siria mesopotámica, Ukhama Abgar, y la respuesta agregada a esta epístola estaba escrita de puño y letra por Jesús, a quien en Judea y Samaria llamaron Redentor y Christo.

Eusebio copió las cartas y las tradujo del idioma asirio a la lengua griega.

Las epístolas, perennes testimonios, tienen un contenido de mucho valor histórico-cultural y teológico y nos parece conveniente que sean ofrecidas aquí, presentadas al lector en su forma original.

La primera carta, enviada desde Edessa, a setecientos kilómetros de distancia de Hierosolyma, llegó a Cristo por medio del mensajero Ananías. La epístola del príncipe dice textualmente:

Yo, el príncipe de la ciudad de Edessa, Abgar Ukhama, me dirijo por medio de esta carta al «Benefactor del Pueblo», en el distrito de Hierosolyma, a Jesús, a quien envío mi amistad y saludos. ¡Tengo muchas referencias acerca de Ti! Con detalles me contaron tus curaciones milagrosas, hechas sin hierbas ni drogas. Comenta la gente aquí maravillada, cómo tú devuelves la vista, haces andar a los paralíticos, curas a los leprosos y salvas del Diablo a los epilépticos endemoniados. También me dijeron que sanas a los incurables y sabes devolver la vida a los muertos.
Al enterarme de todas estas cosas yo quede convencido de que Tú eres el mismo Dios descendido del Cielo, o el Hijo de Dios, enviado para hacer todos estos milagros. Yo mismo sufro desde hace rato de una enfermedad, que me causa muchos disgustos, y por ello Te suplico, que vengas urgente a mí, sin perder tiempo, para curar mi mal. También me informaron que allí la gente Te trata con burla y hasta conspiran contra Ti para hacerte daños serios: por todo Te espero pronto aquí en mi pueblo de Edessa. ¡Ciertamente no es una gran ciudad, pero Te aseguro, que la habita gente honorable y es lo suficientemente grande para nosotros dos...!

La carta del Príncipe Abgar, llegó a manos de Cristo pocos días antes de comenzar la fiesta de Pascua. Jesús, al leer la carta, la contestó a su vez, sin demora alguna. Su epístola, escrita, igualmente en idioma sirio, enviada por el mismo mensajero Ananías, anunciaba al Príncipe —según la traducción griega — lo siguiente:

¡Seas bendito, Abgar!, ¡por la fe que tienes en mí, sin haberme visto jamás!
Cierto es lo que te han narrado acerca de mí, que los que están en mi cercanía, dudan de mí, mientras los que no me ven tendrán la vida, porque tienen fe.
Y ahora, referente a tu pedido de verte urgentemente, lamento pero no voy a poder ir a tu pueblo, porque tengo que terminar las cosas por las cuales he sido enviado aquí: pero, después de que complete mi obra, seré elevado al lado del que me envió aquí. Pero de todas maneras te mandaré a uno de mis discípulos para darte la salud, la vida a ti y a todos los tuyos.

Hasta aquí la carta, y sabemos que Cristo cumplió su promesa, porque después de la Ascensión envió a Thaddeus a Edessa a la casa de Tobías. Thaddeus libró al Príncipe Abgar y a su pueblo de todas las enfermedades, sembrando al mismo tiempo las primeras semillas del incipiente cristianismo en un lugar fuera de los limites del Imperio Romano.

Agrega todavía Eusebio que el agradecido Abgar estaba decidido a declarar la guerra a los judíos, para castigar a los culpables de la muerte de Cristo. El Príncipe mismo sostenía que sólo la enérgica intervención del Senado Romano pudo impedir la ejecución de su plan tan justo y sagrado.

A propósito del Senado Romano, Pontius Pilatus, Procurador Romano de la Provincia Judea en Hierosolima, en sus comentarios, dirigidos al Emperador Tiberio, dio un informe muy completo acerca de la personalidad de Cristo, agregando que, por razón de su milagrosa resurrección estaba convencido de que fue verdaderamente Dios, o por lo menos Divino.

A su vez, Tiberio, el Emperador, sintiendo intuitivamente la sinceridad y la veracidad del comentario, envió el informe al Senado para su ratificación, insinuando levemente la conveniencia de legalizar la divinidad de Cristo, creada por la fe del pueblo.

Sin embargo, el Senado del pueblo romano, aferrándose a una antigua ley, decidió que nadie podía ser llamado Dios o Divino, sin que este título fuera otorgado y decretado por el mismo honarable cuerpo deliberativo.

Fueron rechazados por ello los comentarios de Pilatus y con este acto hostil también se inauguró la sangrienta y secular lucha en la que Roma ganó muchas batallas, pero al fin, frente a la Nueva Fe, que supo hábilmente absorber los elementos de la antigua religión romana, perdió definitivamente una guerra que duró siglos.

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