sábado, 21 de junio de 2008

BUCEPHALO E INCITATUS


Los caballos el talento lo reciben
de la naturaleza
y los defectos los adquieren con
los años cuando envejecen ...
Polibio Megalopolitano, Hist. X.8.

Los caballos le costaban más caros
que los cocineros.
M. P. Cato. en Gelio – XI.2.5.

Los griegos decían hippo. Los romanos lo llamaron equus, y nosotros lo conocemos con el nombre de caballo, palabra que no se puede pronunciar sin sentir un profundo cariño y respeto por el noble ser que tiene alma, y por ello se llama animal.

Su origen es tan antiguo, como el del hombre. Dícese que cuando Palas Athene y Poseidón disputaban la posesión de Atenas, Zeus le prometió que obtendrá la victoria entre ellos el que hiciera el presente más útil para los hombres. La mitología nos refiere que Palas Athene regaló el olivo (ganando el litigio) y Poseidón, dando con su tridente en la tierra, hizo surgir el caballo. De esta manera nació el amigo del hombre en el Ática de Grecia y comenzó su entrada en la historia del hombre con el hombre.

Largo sería narrar la interminable serie de renombrados acontecimientos, por ello nos limitamos a hacer sólo una breve conmemoración, presentando el caballo de los antiguos grecorromanos.

Para tener una idea acerca de sus aspectos somáticos, citaremos aquí los comentarios de Gabio Basso y Julio Modesto en el libro que lleva el título: Cuestiones confusas.

Refieren que tenía Seyo Caneyo un caballo, nacido en Argos, cuyo origen, según tradición muy acreditada, se remontaba hasta aquel famoso caballo que poseía Diómedes en Tracia, y que Hércules, después de matar a Diómedes, llevó de Tracia a Argos. Era éste un caballo sumamente grande, de cabeza alta, espesas y brillantes crines, que reunía en alto grado las cualidades que se estiman en los caballos. Pero no se sabe por qué fatalidad inherente a la posesión de este animal, todo el que llegaba a ser dueño, no tardaba en verse víctima de espantosas desgracias, en las que perdía fortuna y vida. Seyo Caneyo, a quien perteneció primeramente, fue condenado a muerte por Marco Antonio, que más adelante fue triunviro y pereció entre los sufrimientos de cruel suplicio.

Poco después, el cónsul Cornelio Dolabella, en el momento de su marcha por Siria, curioso por conocer a aquel famoso animal, llegó a Argos acometiéndole —al verlo— un extraordinario deseo de poseerlo. Lo compró por cien mil sestercios, pero, habiendo estallado en seguida la guerra civil en Siria, fue sitiado Dolabella y obligado a suicidarse. El caballo cayó entonces en poder de C. Cassio, general que había sitiado a Dolabella. Es cosa publica que Cassio, después de la destrucción de su partido y de la derrota de su ejército, pereció de muerte funesta, herido por su propia mano. Vencedor Antonio de Cassio se apoderó del caballo, y vencido él mismo más adelante, abandonado por los suyos, sucumbió con deplorable muerte. De aquí viene el proverbio que se acostumbra a aplicar a aquellos a quien persigue la desgracia: «Ese hombre tiene el caballo de Seyo!»

Pero, volviendo a este animal, Gabio Basso nos dice que él vio en Argos a ese famoso caballo y que le llamó la atención su vigor, la singular belleza de sus formas y su color, que era, como antes dijimos, feniceo, es decir color de llamas, color de fuego —phoeniceum—, y que algunos griegos llaman phoinix y otros spádika, porque la rama de palmera, arrancada del árbol con su fruto, se llama spádico (‘color bayo’).

Eran famosos los caballos de Tesalia. Dice Gellio, que los lapites allí tenían sus hipódromos donde enseñaban a los caballos, aprovechando sus aptitudes naturales, creando de esa manera una alta escuela de equitación. Cuenta Ernio en sus Geórgicas, que los lapites dieron al caballo el freno, y moldearon sus movimientos con maestría; les enseñaron a marchar con gracia y también los hicieron aprender a saltar con jinetes armados.

Los caballos de Thessalia eran de la raza bu-cephalus, ya que la cabeza de esta clase de equinos era muy parecida a la de un buey.

De esta raza vigorosa adquirió Alejandro el Grande el afamado corcel que lo acompañaba en todas sus hazañas, haciendo historias con él, y muriendo por él. Refiere Cares que compraron a este caballo por trece talentos (¡78.000 dracmas áticos!) que en dinero romano equivalía a 300.000 sestercios.

Memorable fue en este caballo, que cuando estaba equipado y armado para el combate, no se dejaba montar por nadie más que por el rey.

Un día, Alejandro, arrebatado por el ardor de la lucha y por su ciego valor, repentinamente quedó en medio de las tropas del enemigo, y de todas partes llovían dardos sobre él.

Bucéfalo, que lo llevaba recibió en la cabeza y costados profundas heridas, sin embargo, a pesar de encontrarse extenuado y casi moribundo, sacó al rey en rápida carrera sano y salvo, y cuando ya estaba fuera del alcance de los dardos, cayó —y tranquilo entonces— murió, podría decirse, con el consuelo de haber salvado a su amo y rey.

Alejandro, al terminar victoriosamente la guerra, mandó levantar en el punto mismo donde cayó su caballo, una ciudad, que en memoria de su leal amigo decretó que tenga el nombre de Bucefalia.

Plutarchos refiere que también existía en Grecia la raza de los caballos lyco-spades, muy conocidos y preferidos por su extraordinaria velocidad. Dijeron que estos caballos —sumamente feroces, que mordían y coceaban— no corrían sino volaban, como si fueran perseguidos por los lykos (‘lobos’).

El caballo y el Romano es un capítulo que —por lo menos en forma concisa— merece ser aquí recordado. Eran muy apreciados y bien atendidos. Los censores cuando veían un caballero romano con caballo mal cuidado o flaco, consideraban al dueño culpable de impolitia, es decir de ‘negligencia’. Masurio Sabino, en el libro VII de sus «Memorias» nos refiere que los censores P. Scipio Nasica y M. Pompilio, revistando el orden ecuestre, observaron a un caballero, cuyo corcel estaba flaco y estropeado, mientras que él mismo se encontraba con rebosante salud.

—¿Por qué —le preguntaron— cuidas menos de tu caballo que de ti mismo?

—Porque me cuido yo mismo —contestó el caballero— mientras a mi caballo lo cuida Estacio, el malvado esclavo!

Pareció a los censores poco respetuosa la respuesta y al negligente caballero —según la costumbre— le privaron de su derecho a sufragio.

Tener caballos en Roma era un derecho que significaba obligaciones para su poseedor.

Acostumbraban los censores a condenar la pérdida del caballo a los caballeros que se hicieron muy obesos y opulentos. Consideraban, pues, que el peso de su corpulencia los hacía poco aptos para desempeñar su oficio. Creen algunos que no se hacia esto para castigarlos sino que por este medio fueron dados de baja, sin degradarlos. Catón consideraba a estos caballeros como responsables de molicie e indolencia y los reconvenía siempre severamente.

La manutención de los caballos era muy costosa y también la adquisición de ellos, pues según las mismas palabras de Catón, los caballos —más de una vez— costaban mas caros que un buen cocinero.

Sostener caballos significaba un gasto elevado que en general sólo los ricos podían soportar, por esta razón, en los antiguos tiempos todos los estados cuya fuerza militar estaba constituida por la caballería, eran estados oligárquicos, dominados por unos pocos, que tenían mucho, y los muchos vivían como podían porque tenían muy poco.

Si Alejandro tenía su Bucéfalo, Roma también tenía que tener su Incitatus, y si cierto es que en la Ciudad Eterna había cónsules que resultaron ser caballos, también es cierto, que allí un caballo, que en el apogeo de su «carrera», llegó a ser cónsul. Suetonio nos refiere que el emperador Calígula en las carreras hípicas era partidario de los afamados aurigas verdes; comía con frecuencia con ellos en sus caballerizas y dormía allí. Quería tanto a un caballo al que le dio el nombre de Incitatus, que en la vísperas de las carreras, mandaba soldados a imponer silencio en la vecindad para que nadie turbase el descanso de aquel animal. Le hizo construir una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de perlas. Le dio casa completa, con esclavos, muebles y todo lo necesario, para que aquéllos a quienes en su nombre los invitaba a comer, tuvieran un trato magnifico y hasta se dice que le destinaba el consulado.

El caballo, símbolo de Marte y de la guerra para los antiguos, era verdaderamente el alfa y el omega de la gloria, pero también del ocaso de Roma.

Los valientes quirites romanos, gracias al caballo podían ensanchar sus estrechas fronteras, cuando comenzaron a decidir la suerte de sus batallas con el ímpetu insostenible y arrollador de sus caballerías. Dicen los antiguos autores, que una vez rotas las primeras líneas en la falange del enemigo, la batalla estaba prácticamente ganada, porque la continuación era fuga y carnicería. Los romanos no ignoraban el efecto devastador del ímpetu de la caballería y los jefes de los «Celeres» no vacilaban en los momentos críticos en impartir la orden decisiva:

—¡Quitad los frenos de vuestros corceles y con toda fuerza adelante!

Eran los caballos el omega también, pues por causa de fallas en la caballería Roma perdió en Cannas la flor de su juventud y llegó en un momento critico, casi a la última pagina de su abigarrada historia.

Dos siglos más adelante, Octavio Augusto, una vez más, se afianzó en el poder, gracias a su caballería, abriendo las puertas a un régimen de muchos siglos que la historia conoce con el nombre de Imperio Romano.

El jinete del victorioso caballo se hizo en el ejército un elemento imprescindible, y por ello muy pronto formaron una clase social elevada y muy privilegiada entre los patricios y los plebeyos. Eran éstos los muy respetados y al par odiados caballeros del pueblo romano con el insigne epíteto «caballero» que figura todavía en algunos países del viejo continente, como honroso título hereditario.

El caballo era el alfa en la formación de la historia de los pueblos antiguos. La pequeña ciudad-estado de Roma, se convirtió con su caballería en un grandioso imperio, y Alejandro con su Bucéfalo, si no hubiera muerto tan temprano, hubiera podido ser dueño del mundo. El caballo era el alfa, y según Heródoto, a veces el omega. Dice Timeo en su historia, que los romanos para conmemorar la caída de Troya tenían la costumbre de matar a flechazos un caballo de guerra en el campo de Marte, pues un caballo, que se llamaba Durius había sido la causa de la toma de esta ciudad homérica. En Roma se llamaba esta ceremonia «Sacrificio del caballo», y ese acto no era nuevo, pues sabemos que el rey de los persas, Xerxes, antes de cruzar el río Estimón, sacrificaba caballos en un holocausto, para implorar el auxilio de los dioses para la guerra que sostenía con los griegos. Julio Cesar era más compasivo, pues al cruzar el Rubicón para conquistar las Galias, ofreció a los dioses Alexicacos caballos, en la forma de abandonarlos en los campos vecinos.

Los caballos en la antigüedad y especialmente en los pueblos guerreros eran destinados a la lucha y no a los espectáculos. Dicen los antiguos anales que en el pueblo de los sibaritas —en la Magna Grecia— enseñaban a los caballos a bailar al son de la flauta, y lo que estos animales producían, eran cosas verdaderamente memorables y de alta escuela, pero cuando estalló la guerra entre los sibaritas y los de Crotona, estos últimos comenzaron a tocar la flauta y los caballos de los sibaritas, en vez de correr y atacar, comenzaron a bailar transformando la lucha en un grotesco espectáculo, que desde luego termino con la completa derrota de los sibaritas.

*

La breve historia del caballo es que el caballo más de una vez hizo historia, y para ver que es cierto, recomendamos al lector releer las amarillentas paginas de los anales de cada pueblo.

El caballo, ese leal y noble amigo del hombre, que tuvo un pretérito glorioso, hoy tiene un olvidado presente, limitado a los hipódromos, y su mañana es triste y trágico, porque su vida laboriosa termina en institutos comerciales, donde el hombre ingrato está rematando cruelmente a sus ex compañeros de armas y sus más leales amigos.

No hay comentarios: