martes, 8 de julio de 2008

VIRGEN DE ITATI


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SAN EXPEDITO


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SAN JOSE DE CUPERTINO


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jueves, 26 de junio de 2008

CODIGO CIVIL .doc

Este material aporto la alumna Maria Ocampos, muchisimas gracias por participar en el blog.



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MAPAS CONCEPTUALES DE DERECHO ROMANO .pdf

Este material aporto el alumno Hernan Rodriguez, muchisimas gracias por participar en el blog.


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miércoles, 25 de junio de 2008

HIPOTECA .pps / RESUMEN SEGUNDO PARCIAL .doc

Este material aporto la alumna Mariana Ojeda,muchisimas gracias por participar en el blog.




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DERECHOS REALES / OBLIGACIONES .doc

Este material lo aporto la alumna Vanesa Soto, muchísimas gracias por participar en el blog, saludos y éxitos.





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martes, 24 de junio de 2008

CONTRATO .pps

Este material lo aporto la Sra. Lina Alejandra Alvarez, muchisimas gracias por participar en el blog, saludos y exitos.



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sábado, 21 de junio de 2008

EL CIELO DE LOS ANTIGUOS


La luna es planeta, divino y celeste...
Plutarchos. Acerca del amor.

¡La luna está habitada!
Luciano, Ícaro Menipo. 7.

La muerte es la libertad del alma...
se desprende de la cárcel en que era retenida
y se renueva en el cielo.
L. A. Séneca, Epíst. 45 y 65.

...en el cielo, en la Luna donde nosotros pobres
reímos y los ricos lloran...
Luciano, La travesía 15.

¿Para quién hace su curso el Cielo?
L. A. Séneca, De benef. IV. 13.

...el alma del sabio es como la Luna,
¡siempre serena!
L. A. Séneca. EPIST. 59.

Según la enseñanza de la teología más antigua cada hombre en la tierra lleva consigo los imborrables signos de la trinidad humana, pues el cuerpo moldeado de la tierra, recibe su alma desde la luna uniéndose ésta luego con la mente, que llega a este fin directamente desde el Sol.

Pero, cuando el hombre termina su penitencia en la cárcel que se llama «La Vida», conquista de nuevo la libertad, que Séneca denominaba «El beneficio de la Muerte!»

Sostienen los antiguos que cuando el hombre muere, Demetrio Proserpina separa de la Trinidad humana el cuerpo, que vuelve a la tierra, pero el alma, unida todavía a la mente, se eleva con sus pecados y vicios al espacio que hay entre la tierra y la luna para comenzar allá su purificación, pues ese lugar es el primer purgatorio, que los antiguos conocían con el nombre de «Los Prados de Júpiter».

Dice Séneca en la Consolación: «¡Marcia! ¡No debes correr a la sepultura de tu hijo, porque allí encontrarás solamente la tierra! El alma que buscáis ya emprendió su vuelo; está sobre nuestras cabezas en las inmensas alturas en el purgatorio, donde permanecerá durante algún tiempo, para purificarse de las manchas que el alma arrastra consigo como un mal recuerdo, que pronto hará desaparecer el benigno olvido».

El alma con la mente, está aquí en el purgatorio de Empédocles, vagando entre la Tierra, la Luna, el mar y el Sol, y cuando tiene expiados sus peores pecados, se eleva aliviada hasta lo más alto de los cielos, que para los antiguos fue siempre la Luna con su doble cara, donde cada una tiene su propio destino.

La última morada de los antiguos estaba en la Luna, donde la Reina del Cielo, la Virgen Proserpina, con su túnica celeste aguardaba la llegada de las almas a la puerta del segundo purgatorio, que se hallaba en esa parte de la Luna, visible claramente desde la misma tierra.

Las almas que aquí entraban sufrían la segunda muerte, pues Proserpina les quitaba la mente, devolviéndola al Sol; y las almas «desmentadas» se transforman automáticamente en genios, que tenían que sufrir en esa parte de la Luna, el segundo y último purgatorio.

Cuando los genios, después de su purificación lunar quedaban blancos como la nieve, fueron conducidos a la otra parte de la Luna, que no puede verse jamás desde la Tierra, y, allí está el Cielo de los beatos y santos, el Paraíso que los antiguos llamaban «Campos Elíseos».

No todos los genios pueden entrar aquí, pues Proserpina revisaba las almas y solamente los más cándidos pueden tener la dicha, que tampoco era eterna. En el mismo Elíseo, las almas dichosas con aquella «nueva luz», eran sólo dueñas momentáneas de la eternidad; tienen sin límites los espacios y se entremezclan con las estrellas y los mundos, pero, llega también el momento en que el alma beata se confunde con la misma Luna, que antes y después de la vida, sirve de cuna de las almas.

Dicen los antiguos que el alma en la dicha infinita cuando se confunde su ser con el de la Luna, muere por tercera vez, y esta vez para el Cielo, pues el alma, saliendo de su madre lunar, desciende de nuevo y encontrándose en el camino con una mente que salió del Sol, llegan juntos a la tierra, donde penetran en un cuerpo tierno de un recién llegado y en la tierra se dice que nació un hombre, aunque en realidad, hubo solamente una reencarnación.

Dice Plutarchos que el Cielo recibe las almas, las divide, las purifica y a los beatos los devuelve a la tierra para que comiencen de nuevo una vida, sin la cual no existe la muerte y necesario es morir, para poder vivir.

La Reina del Cielo en la Luna era la Virgen Proserpina, que concibió su hijo de Dios, quien a su vez era su propio padre. Su iconografía la presenta con diferentes formas, entre las cuales no falta el cuadro de un pintor antiguo que la trazaba con Khiton celeste, apoyando sus pies sobre la media luna, evidente símbolo de celestial imperio.

La gente bien en Roma, como un memento religioso llevaba una media luna sobre su calzado expresando de esa manera que después de la muerte quisieran tener la Luna como morada perenne.

Cómo era el Cielo en la Luna, nadie lo sabía con seguridad. La religión romana, para eliminar cualquier clase de duda, se limitaba a «re-ligar», «ligando» a sus adictos a creer, porque para convencerse era necesario ver y poder volver.

Nos refiere Séneca que Claudio, el emperador, condenó a muerte a un distinguido Caballero Romano, Canio Julio. Éste, al escuchar la sentencia, le respondió:

—¡Te doy por ello las gracias, mi Príncipe!

Consideraba pues que la muerte es un beneficio. Al ver a sus amigos llorosos, les reprendió diciendo:

—¿Por qué las lágrimas? Vosotros investigáis si las almas son inmortales o no, y yo voy a saberlo ahora, pues siempre tuve la firme decisión de averiguar, qué es lo que siente el alma, cuando abandonando el cuerpo, se eleva al cielo!

Se despidió de sus amigos, prometiéndoles que una vez muerto, los visitaría sin falta para contarles todo lo que había visto en el cielo.

Ignoramos la causa, pero sabemos que Canio Julio no cumplió su promesa, pues no volvió para relatar sus experiencias en el cielo. Quizás muy pronto nos informarán acerca de esto los nuevos Ícaros, que están viajando ahora a la Augusta Eterna y Lucífera Luna, bendito Cielo de los pueblos antiguos.

CAVE CANEM O EL PERRO Y EL HOMBRE ANTIGUO


El perro mientras ladra, no muerde.
Curcio, Vit. Alex.

¿Has visto ya alguna vez un can captando con la
boca abierta un trozo de pan o de carne que le
lanza su dueño? Todo lo que logra alcanzar lo
engulle rápidamente aguardando lo que seguirá.
Así nos sucede; todo lo que la fortuna lanza a
nuestra impaciencia lo engullimos al punto...
siempre ansiosos por apoderarnos de una
nueva presa...»
L. A. Séneca, Epist. 72.

Un fragmento de Jenófanes nos refiere que en una oportunidad castigaban a un perro en presencia de Pitágoras. Éste, al escuchar los aullidos desesperados del can, se conmovió mucho y dijo: «¡Dejad de castigarlo, porque tiene el alma de un amigo mío, al que yo he reconocido al sentirlo llorar!»

Los grecorromanos no podían concebir su vida sin el perro, que ya entonces representaba su raza con múltiples especies. El can de los antiguos era un feroz cazador, celoso guardián de los santuarios y fiel custodio de la casa familiar.

Refiere Curcio que en el reino de Sopitas había cierta clase de perros, adiestrados en la caza de leones. El mismo rey hizo una demostración a Alejandro Magno, dejando libre a un corpulento león en un foso. Bastaron sólo cuatro perros para dominar rápidamente a la fiera. El rey, para demostrar que cuando esos canes clavan sus dientes, no sueltan la presa, hizo una señal y el cuidador comenzó a herir con su cuchillo a uno de los perros que estaba aferrado sobre el león. Agrega Curcio que el can no soltó su presa hasta que se desangró y murió. Los descendientes de estos perros de Sopitas posiblemente sean los que hoy se denominan boxer y bull-dog.

En el mosaico del vestíbulo de la casa de Próculo en Pompeya, se ve la figura de un perro encadenado. Quería representar esa imagen que el can es el verdadero guardián de la casa. En la antigua Roma, al entrar en una casa, rara vez faltaba la inscripción en el piso de mosaicos: «Cave canem», cuya versión castellana es: «¡Cuidado con el perro!».

No faltaban los perros tampoco en los santuarios. Los antiguos autores C. Opio y J. Higinio sostienen que P. Escipión Africano era considerado hijo de Júpiter porque nació a los diez meses y si había alguien que dudase sobre su origen divino, tenía que convencerse al ver asombrado cómo Escipión tenía la costumbre de cruzar en las horas nocturnas la antesala del templo entre los más feroces perros guardianes que estaban adiestrados para lanzarse contra todos los que en las horas nocturnas se acercasen al santuario. Los perros le trataban como si llegara su amigo o dueño.

Capparus, así llamado el can guardián del Santuario de Aesculapio, siguió en una oportunidad y atrapó al ladrón, que se llevaba el oro y la platería del templo. Los atenienses, por medio de un decreto establecieron que este perro en adelante debía recibir sus alimentos a cargo del Estado, encargándose de su cuidado a uno de los sacerdotes.

El perro entre los pueblos de la antigua Roma y Grecia desempeñaba también otro papel importante, pues además de guardián de la casa, era como tantos otros animales, objeto de sacrificios y por ello víctima de la religión.

Los espartanos sacrificaron perros al Dios Marte. En Beocia, durante las fiestas de la purificación, dividieron en dos a un perro y la gente pasaba entre las unidades en procesión. En Roma, en las Fiestas Lupercalias, durante el mes de febrero, sacrificaban los sacerdotes un skylax, es decir un cachorro de perro a Lycus o Lucus, divinidad que representaba al lobo y tocaban con este cachorro muerto a todos los que de esta manera buscaban la purificación. Por ello llamaron a este rito perískylacismo o Purificación por medio del perro.

Vistieron los romanos a los lares con el cuero de perro, simbolizando de esta manera que los Lares, divinidades internas de la casa, vigilan la paz de la familia con el alerta de un perro.

El antiguo romano, antes de nacerle un hijo, sacrificaba un perro ante el altar de la divinidad Mana Geneta, Madre de los Lares, suplicándole un parto fácil a la madre y larga vida para el que estaba por llegar. Parece que era costumbre comer la carne de los perros sacrificados, pues más adelante se combatió esa modalidad y fue declarada como sacrilegio.

El antiquísimo teólogo Varro, nos refiere que en las fiestas de Hércules a los mismos feligreses el rito les prohibía hasta el acercarse a un perro. No nos sorprende que la pronunciación de la palabra canis (‘can’) estuviese prohibida para el supremo sacerdote, llamado Flamen Dial, porque el perro, en su comportamiento —según las referencias de Plutarchos— era el animal más desvergonzado, y por esta razón le estaba vedado también al Flamen tener perro en su casa. El supersticioso romano consideraba que es de mal augurio si un perro insiste en entrar en la casa.

No obstante todo esto, el perro era para el hombre antiguo el más fiel y leal amigo. A Calvo Romano, que estaba proscripto, no lo pudieron ni detener, ni acercársele hasta que antes no mataran a su fiel perro.

El rey Pirro, en una oportunidad encontró a un can que guardaba fielmente el cadáver de su amo, que había sido asesinado. Pirro hizo enterrar al muerto y se llevó consigo el perro. Pocos días después en un examen en que los soldados tenían que pasar ante el rey, el perro que estaba al lado de éste saltó repentinamente y agredió a dos soldados que al ser interrogados inmediatamente por Pirro, confesaron ser autores del asesinato de quien poco antes fuera dueño del can.

El hombre antiguo verdaderamente no tenía amigo más leal que el perro y esto nos lo demuestran las referencias de Plutarchos. Consideraban los antiguos que el perro se llama animal, porque tiene ánima, es decir alma, por ello, cuando un perro moría le daban sepultura para que descansase en paz. Xantipo, el mayor, a su perro, que nadando junto a su galera lo siguió hasta Salamina, cuando llegó al fin de su vida, lo hizo sepultar en un promontorio que todavía hoy se llama la «Sepultura del Perro».

Alejandro Magno también tenía su perro llamado Peritas, que él mismo criaba y al que quería mucho. Cuando este can murió, según las referencias de Sosión y de Potamón de Lesbos, Alejandro edificó una ciudad para perpetuar la memoria de su querido amigo.

El perro de Alcibíades, era quizás el can más caro del mundo antiguo. Lo compró por siete mil dracmas y le hizo cortar la cola. Cuando le preguntaron el por qué, dijo sonriendo: «Ahora los atenienses, en vez de mí, se ocuparán de la cola de mi perro».

El perro, fiel amigo del hombre, demostró que hasta con su muerte puede serle importante y útil. Dice Valerio Máximo que L. Paulo Emilio, el cónsul, después de haber sido encargado de conducir el ejército contra Persio, al llegar a su casa desde la curia, encontró llorando amargamente a su pequeña hija Tercia. Interrogada por la causa de su llanto, entre sollozos y lágrimas le contestó que había muerto su perrita llamada Persa. Era este triste acontecimiento un signo muy favorable para Paulo y el día 22 de junio del 161 a.C. venció a Persio, llevando consigo como prisionero a Roma al todopoderoso rey de los Macedonios.

*

Dice Plutarchos que el perro es amigo del hombre, y enemigo sólo de aquél a quien ladra, pero solamente hasta que se amansa con el bocado que con buena intención se le arroja.

En la antigüedad el perro era el mejor amigo del hombre y esto continúa invariable. Él es nuestro invariable amigo.

EL VINO Y EL ROMANO


El vino es de todas las bebidas la más útil, de
todos los remedios el más agradable...
Plutarchos. Hygieina. 19.

Hé pent etría pin’ é mé tettara.
O cinco o tres beberás, pero nunca cuatro!.
Plautus. Stychus. V.4.

Así, como el vino con agua es siempre llamado
vino, aunque el agua domine...
Plutarchos. Moralia. Gamica.

Hay muchos que sólo existen para dos cosas:
para el Vino y para Venus.
L. A. Séneca. De brev. VI.

Baco era el inventor del vino, y los antiguos lo llamaban Liber, según Alejandro, porque en Beocia, en la ciudad de Eleuthería festejaban a Baco con el nombre de Eleuthereos, lo que significa ‘libertador’ y no por la libertad que el vino ofrece a la lengua, sino porque libera al ánimo de la servidumbre.

Entre todos los pueblos antiguos griegos y romanos fueron los helenos los que se destacaron por sus abundantes conocimientos en la vitivinicultura. Los tratados de Catón, Varro y Columella y Paladio, todavía pueden ser considerados como verdaderas joyas de la literatura técnica, completada con la legislación correspondiente, que reglamentaba el cultivo de los viñedos y a los infractores de los intereses nacionales los penaba severamente.

Leyes especiales establecían la defensa de las cosechas nacionales por medio de juramentos y por derechos aduaneros.

Conocemos un antiguo decreto del Senado en el que se ordenaba que en los juegos megalésicos los ciudadanos ricos que se invitaban recíprocamente a comidas destinadas a celebrar la fiesta, según una costumbre antigua, tenían que jurar ante los cónsules según la fórmula consagrada, de no servir ningún vino de origen extranjero, porque los vinos griegos, por su calidad superior comenzaron a hacer sentir su influencia en el mercado interno, no obstante que los vinos de Campania, pero especialmente los de las Colinas del Vesubio y de Sorrento, se destacaban entre los más exquisitos.

Afirma Columella que si uno quisiera conocer todas las clases de uva y vinos que existieron en el mundo antiguo, sería lo mismo que conocer cuántos granos de arena levantan los vientos en las llanuras de Libia. Aun naciones, vecinas entre sí, no están de acuerdo en lo referente a la terminología.

Entre las numerosas clases de uvas, tenían los romanos nueve solamente para el consumo directo: las Jaenas, Purpúreas, Tetas de vaca, Datilillos de Rodas, Datilillos de Libia, Cabrieles, las Afestonadas, Tripedaneas, Unciarias y las Cidonitas.

Las Venúnculas y Numisanias las guardaban colgadas y las conservaban hasta el invierno. Entre los vinos de producción nacional establecieron tres clases, a la primera pertenecían los Rebeliana, Fenicia y Eugenia. Dentro de la segunda clase de vinos eran muy conocidos Arcelana, Berri, Basilica, Cocolubis, Helvus Rosada, Albuel, Galenum y Caecubum de Caeieta.

Pertenecieron a la tercera clase, los vinos Emarco, Espionia, Oleaginia, Murgentina, Pompeyana, Numisiana, Venuncula, Merica, Retia, Pergulana, Fereola, Draconic y el «Vile Sabinum», cantado por Horacio y también el Spurcum, cuyo uso estaba prohibido en los sacrificios.

Catullo el poeta, canta con exquisita elegancia: «¡Siervo! Vierte en nuestra copa —sin endulzar con agua— , el vino añejo de Falerno, ya que así lo establece la Ley de Postumia». De esa manera no nos cabe duda alguna de que en la antigua Roma almacenaban los vinos en ánforas y toneles especiales para hacerlos añejos. Séneca interrogaba a uno diciendo: «¿Para qué bebes vino de más años de los que tú mismo tienes?» y Plutarchos nos refiere que cuando Sila consagró a Hércules toda su hacienda, dio al pueblo banquetes muy costosos en que se bebían vinos de cuarenta años, y más añejos aún, entre los cuales se mencionan los vinos «consulares» de Massicum, Murrinum, Nardinum y el Trifolium, que nunca se bebía sino hasta tres años después de la cosecha.

Sincerasto, en el Poenulus de Plauto, nos dice en su monólogo que en las casas particulares almacenaban ánforas, selladas con pez, con marcas declaradas con grandes letras. Una verdadera selección de los vinos más exquisitos.

Entre los vinos griegos fueron muy conocidas las marcas Mareoticas, Psithías, Saphorcias, Ametista, y gozaban de especial favor los vinos de las islas de Chipre, Lesbos, Lemnos Tasso y de Khíos en la zona Ariusia.

Estrabón elogia los vinos de Éfeso y acerca de la calidad de los vinos de Rhodas y Lesbos, Gellio nos informa por medio de una anécdota muy grata.

Dice que cuando el filósofo Aristóteles tenía sesenta y dos años de edad, le atacó una enfermedad que puso en peligro su vida. Lo rodearon sus discípulos y le pidieron que nombrase un sucesor que los guiara. Había entre sus discípulos muchos distinguidos, pero entre todos sobresalían Teofrasto y Menedemo: el primero era oriundo de la isla de Lesbos, y Menedemos procedía de Rodas.

Aristóteles respondió que oportunamente haría su decisión. Pocos días después, rodeado por sus alumnos de costumbre, les dijo que el vino que tomaba era áspero y nocivo, y por ello no convenía a su salud; pidió entonces que le trajesen vino de Rodas y de Lesbos. Sus discípulos corrieron entonces y trajeron los vinos deseados. Aristóteles tomó el de Rodas y lo probó. «Este vino –dijo– es fuerte y agradable»; probó luego el vino de Lesbos y expresó: «¡Buenos son los dos, pero el de Lesbos es más dulce aún!» Después de estas palabras del maestro, nadie dudó más de que el filósofo había designado a su sucesor por medio de aquel giro ingenioso y delicado, en la persona de Teofrasto.

El vino, tanto en Italia como en Grecia era baratísimo. En la época del Principado, el epigramista Marcial nos informa que un ánfora (26 litros) de vino costaba sólo 20 ases, y en Grecia se vendieron diez litros por un solo dracma. Ammiano Marcelino dice que «antes de vender mi vino al precio, prefiero guardarlo para apagar la sed de la cal».

Con semejantes bajos precios era muy natural que el vino muchas veces fuera preferido al agua, y la gente, especialmente los pobres fueron quienes aprendieron más fácilmente el vicio de beber. Los atribulados olvidaron sus penas y los que sirvían esclavizados, se sentían un poco libres.

Referente a la manera de tomar el vino, existía la forma griega y el estilo romano.

Los griegos tenían la costumbre de comenzar con copas chicas y al beber cada copa brindaban por los dioses y por un amigo, continuando la fiesta con copas siempre más grandes y con más alegría. Era muy preferido entre los griegos el vino mezclado con la resina de pino, pues este árbol fue consagrado a Baco. Esta clase de vino, preparado por los griegos euboenses, era también conocida en Italia, especialmente entre los pueblos que habitaban la cuenca del río Po.

En la bebida los romanos demostraron gustos refinados. Con preferencia «humedecieron sus pulmones» —como ellos solían decir— sólo después de las comidas con vinos o muy nuevos o bien añejos, porque detestaban los «medios vinos», que no tenían ya las virtudes de un vino nuevo, y tampoco, el sabor de uno añejo. Varron recomendaba no beber estos vinos, porque ni nos dan calor, ni nos refrescan.

Tomaban los romanos sus vinos enfriados. En muchas casas conservaban los trozos del hielo del invierno en sótanos especialmente aislados y no faltaban, desde luego, los nuevos ricos, que diariamente se hacían traer desde las montañas de los Abruzzos, la fresca nieve para templar sus vinos añejos y muy ardientes, cumpliendo de esta manera con los preceptos de las Fiestas Báquicas llamadas «Nefalias», en las que nunca tomaban el vino puro (merum!), sino mezclado con agua para templar y cumplir con un rito religioso122/a.

Referentes a los efectos del vino opinaban los antiguos que el tomar con medida es saludable porque «anapudza», es decir ‘reanima’ a los tristes y decaídos, y según Séneca, los delicados vinos hasta pueden fortalecer de nuevo las desmayadas venas. Séneca advertía a sus lectores que el vino inflama la ira, y por ello no es recomendable, y hasta sería muy conveniente prohibir el vino a aquellos que tienen un espíritu fogoso. Celsus en su tratado de medicina enumera con detalles los casos en que el vino puede ser un remedio, sin olvidarse de mencionar las enfermedades en que el uso del vino podría ser mortal126/a.

Al que tomaba vino sin medida, lo llamaban «bibax», bibosus, vinosus, vinolentus, es decir, ‘beodo que arrastra a sus comensales’, y donde hay muchos vinolentus el festejo suele terminar con violencia, transformando el calor ideal del vino en fría realidad y torpeza.

El vino libera las almas y suelta las lenguas, quizás por ello solían decir los griegos que «en to oino estín hé alétheia!», ‘en el vino está la verdad’. Sin embargo, la verdad del ebrio no tiene siempre la suerte de los dos jóvenes que tomando demasiado vino comenzaron a vituperar al rey Pirro. El rey, al enterarse del caso, hizo comparecer a los dos y les preguntó si era cierto que habían proferido aquellas injurias y como uno de ellos respondió «¡Esas mismas Oh Rey, y aun te hubiéramos injuriado más, si hubiéramos tenido más vino!». Pirro comenzó a reír al escuchar tamaña insolencia y los dejó libres.

Algo semejante ocurrió con el senador Rufus, que en un banquete, tomando más de lo necesario, criticaba acerbamente al emperador Augusto. El esclavo, que durante la fiesta estaba detrás de su amo, al otro día advirtió a su señor que cada una de sus palabras fueron anotadas por una persona. Le recomendó dirigirse inmediatamente al Príncipe y demostrarle su arrepentimiento, denunciándose antes de que lo hicieran otros. El consejo del fiel esclavo resultó acertado, porque el emperador sorprendido ante tanta sinceridad y arrepentimiento, se mostró benigno y concedió al imprudente senador su indulgencia, pensando quizás con Pyndaros, que «nada realza tanto la grandeza, como un generoso perdón»135/a.

Dionysio, el temido tirano de Siracusa, en semejante caso demostró más habilidad, pero sin misericordia. Refieren las apothegmas, que en una oportunidad le comunicaron sus «agentes in rebus» (espías) que dos jóvenes, tomando vino en una taberna, hablaron con poco respeto de él. El tirano, pocos días después invitó a los dos jóvenes junto a varios más a cenar. Durante el banquete observó que uno de ellos se emborrachaba enseguida, y sin darse cuenta, hablaba tonterías con lengua suelta. El otro, por el contrario, tomaba su vino con mucha cautela, y pensaba dos veces antes de pronunciar una sola palabra.

Terminada la cena, Dionysio dejó salir ileso al joven ebrio y charlatán, pero considerando que el muy precavido en el futuro podría ser muy peligroso, para librarse de un problema, lo mandó directamente al patíbulo. Los verdugos de Dionysio actuaron con discreción, rápida y muy silenciosamente.

La ebriedad fue considerada como un vicio que no conoce clases sociales, por ello no nos sorprende que entre los antiguos a veces los más fuertes ante el poder de un buen vino resultaron ser demasiado débiles. De Solón y Arquesialo se dice que fueron muy adictos al vino, y Livio está convencido de que la afición que Alejandro Magno tenía por el vino era uno de los factores que mermaba seriamente su talento militar.

También Roma tenía su grande hombre que se hizo adicto a este vicio. Séneca sostiene que a Catón lo tachaban de ebrio, pero el que a Catón censura, podrá quizás con más facilidad persuadirse de que la falta de Catón más bien pareció actitud honesta que vicio torpe y también Plinio nos dice que a este propósito César criticaba a Catón de un modo que le honra, pues dijo que «Catón hasta en la ebriedad demostraba tanta autoridad, que avergonzaba a los que le descubrían en semejante estado»..

Acerca de César, a su vez, ni su acérrimo enemigo Catón, ni otros detractores, podían negar que fue en el uso del vino muy sobrio. Muy conocida es la frase de Catón: «Entre todos aquellos que querían derribar a la República, había uno solo que estaba siempre sobrio, y este hombre era Cayo Julio César»..

Rómulo, el primer rey de los romanos, tomaba muy poco vino. Nos refiere Gellio que en una oportunidad en una comida bebió tan poco vino que llamaba la atención de sus comensales entre los cuales uno hizo la observación: «¡Mi rey Rómulo! ¡Si todos obraran como tú, entonces el vino se vendería muy barato!». «Pero por el contrario —replicó el rey— se vendería muy caro, si cada uno lo usara según su deseo, como hago yo».

Donde existe el mal, no faltará el remedio, y de esa manera conocemos que los antiguos recurrían a diferentes medios para quitar los efectos desagradables de la ebriedad. Los griegos emplearon los verdes lotos y los romanos, según la documentación de Marcial, se contentaban con masticar las hojas de laurel mientras que los habitantes de la ciudad de Síbaris, en la Magna Grecia, ingerían semillas de repollo. Los precavidos se dejaban acompañar por sus esclavos, los cuales tenían que cuidar de que sus dueños, ebrios no cometiesen algunas irreparables faltas. Los oídos de los príncipes eran en estas épocas numerosos...

El vino y las mujeres es tema que también merece un breve recuerdo. Polibio Megalopolitano sostiene que los romanos les prohibían beber vino a las mujeres, sólo les permitían beberlo cocido, que en su sabor parecía como un vino ligero de Agosthenes o de Creta. Podían beber las mujeres vinos condimentados como era la Murrina, mezclado con azafrán, áloe y mirra. Una ley de Rómulo prohibía a la mujer el uso del vino puro, y establecía para ellas la absoluta abstinencia, llamada en la lengua arcaica, temetum.

Catón nos dice que no solamente se las reprendía por haber bebido vino, sino que se las castigaba con tanta severidad, como si hubiesen cometido un adulterio. Valerio Máximo nos refiere que Egnatius Matellus mató a palos a su mujer a quien sorprendió mientras tomaba vino, y no sólo nadie lo acusó, sino que ni siquiera lo reprendieron y por el contrario consideraban que su actitud era la más correcta, porque la mujer que toma cierra la puerta a las virtudes y abre otra para los vicios.

Para impedir que la mujer cometiera esta grave falta dicen Plutarchos y Polibio, que ellas nunca podían guardar las llaves de las bodegas, además una costumbre muy antigua las obligaba a besar en la boca a sus parientes y a los de su marido, siempre que los viese, aunque fuera diariamente, para demostrar con su aliento, que no había bebido vino.

Tampoco a los niños les permitía Platón el uso del vino; opinaba pues, que sería un grave error «alimentar el fuego precisamente con el fuego».

Dícese que el vino es regalo de los dioses, quizás por ello pensaron algunos, que beber mucho es honroso, representa valor y al par es ofrenda religiosa para los Dioses, sin embargo, Séneca opinaba que el beber mucho es indigno porque el hombre se transformará en esclavo y en vulgar filtro del vino y por ello, el hombre sensato y sobrio repetirá con Eurípides: «Te quiero, pero jamás tanto como para poder permitirme que seas mi amo». No quiero pues, que después de mi partida, venga la gente a derramar vino sobre mi tumba para calmar mi sed, pensando que es mi único compañero en la muerte.

EL MAÑANA LATINO


Protector de la Pereza y de ella nacido,
siempre a los perezosos...
Plutarchos, Acerca del amor.

La fatiga es el alimento de las almas
nobles.
L. A. Séneca: epist. 31.

No he pasado ocioso ni un solo día...
L. A. Séneca: epist. 8.

¡Hoy no! ¡Mañana lo haremos!
Pero amigo! Lo mismo dirás mañana...
Perseus: Sat. V.

Dice Séneca, que en una oportunidad preguntando uno por su edad, dijo: «Tengo sesenta años», a lo que replicó Loeyo, el sabio: «Hablas de sesenta años que ya no los tienes», porque en esta fugaz vida «entre el pasado cierto y el futuro dudoso, el presente es tan breve e incomprensible, amigo, que más bien parece como si fuera inexistente».

Por todo esto el hombre antiguo, aferrándose sobre la roca de su pasado, y a menudo olvidando el presente, contentábase con esperar tranquilamente el otro día, al que ellos llamaban brevemente «Cras», cuya versión castellana todavía sirve como saludo y al par, promesa de cumplir un trabajo que se omitió hacer hoy, pero que con seguridad lo hará «Cras», es decir «¡Mañana!», y a veces la misma palabra era en ese mañana.

Todo esto parece muy cierto, porque el exégeta que investiga las causas de la grandeza de Roma, llega a la categórica conclusión de que el pueblo de los héroes no era muy laborioso y los romanos se hicieron grandes, aprovechando el trabajo ajeno.

Consideraban bajo y servil el trabajo manual donde hasta el premio recibido por la obra —según ellos— era un índice seguro de servidumbre. Los ciudadanos de Catón, que se sentían más contentos en la guerra que en los banquetes, no encontraban placer en los trabajos y no prestaban mayor atención a los quehaceres en sus casas y a los trabajos de su alrededor.

El ocio comenzó cuando el hombre primitivo del Lacio, en el cultivo de su propia tierra, dejó de colaborar con sus esclavos. Muy pronto, contentábase sólo con dirigir el trabajo y más adelante ni esto haría sino que le encargaba a un esclavo de su confianza el oficio de administrar sus campos.

Después de las guerras púnicas, Roma fue inundada de esclavos y siervos y, con el aumento del número de éstos, el deseo de trabajar en el pueblo era cada día menor. Foustel de Coulanges acertadamente sostiene que la institución de la esclavitud era el azote de la sociedad libre, pues los puestos de trabajo eran ocupados por los siervos y el ciudadano, por ello, primero no encontraba, y luego ya ni siquiera buscaba empleo. La falta de trabajo lo hizo pronto perezoso, y como sólo veía trabajar a los siervos, comenzó a despreciar el trabajo, como si fuera cosa indigna de un hombre libre.

De esa manera los hábitos económicos y los prejuicios se confabulaban para impedirle al pobre salir de su miseria y vivir honradamente.

El hombre antiguo que olvidó el trabajo, se entregó al descanso, que según su finalidad y grado podía ser tanto la recuperadora siesta, como también el ocio, que es la madre del «mañana latino». Cada palabra tiene su pro y su contra, y cada una merece ser aquí examinada.

*

Cuando los días se alargaban en el verano y el inclemente sol brillaba en el cielo inmensamente azul, el romano, según los informes de Plinio, en fiel cumplimiento de los preceptos de Celso, entregábase a unas siestas más bien largas que cortas, olvidando su trabajo.

En Roma, las siestas comenzaban a la tarde y terminaban a veces tan tarde, que en lugar del sol estaba ya la luna y, lo que quería ser un descanso, transformábase ya en ocio.

La siesta —dice Séneca— es sólo un breve sueño reparador, pero si se prolonga de día y de noche, más bien se transformará en la misma muerte aunque una siesta larga, precisamente, salvó a Lucullo en una oportunidad, de la segura muerte.

Referente a esto, Plutarchos nos dice que Oltaco, el dándaro, perteneciente a una nación que habitaba junto a la gran laguna de Meotis —conocida como Mar Azovio— conspirando con Mitrídates, se comprometió a asesinar al general romano Lucio Lucullo.

Llegó este dándaro al campamento militar de los romanos, donde, presentándose como amigo, con su particular simpatía muy pronto conquistó la confianza y amistad del general. Un día muy caluroso, cuando todo el campamento estaba descansando haciendo la siesta, consideró Oltaco, que había llegado el momento oportuno de realizar su funesto plan. Se dirigió decididamente al toldo del general, pensando que nadie interceptaría el paso del amigo, que ya en su carácter de consejero íntimo, parecía traerle una noticia de importancia a Lucullo. Oltaco hizo su entrada sin tropiezo alguno, y su plan hubiera sido ejecutado, si el sueño que a tantos generales ha perdido, no hubiera esta vez salvado a Lucullo, quien casualmente estaba durmiendo, y Menedemo, uno de los guardianes, que se hallaba a la puerta de la sala interior del toldo anunció a Oltaco, que llegaba en un momento inoportuno, pues Lucullo, se había entregado al descanso. Oltaco insistió mucho y Menedemo, el guardián, al fin tuvo que sacarlo a empujones y ni se imaginó en ese momento, que al no permitir perturbar la siesta de su general, también le salvaba la vida.

La siesta si es larga, se transforma en ocio, en que la gente perezosa «pierde el día, esperando la noche» que llega el temor que el hombre tiene al día, que comienza con la luz, seña, que nos invita a cumplir con el deber y hacer el trabajo.

El descanso, si es muy largo, termina cansando y esto nos demuestra Séneca al referirnos la impresionante, y al par risueña historia de Minderides, que precisamente por su holgazanería adquirió un nombre perenne. Dícese que éste, oriundo de la ciudad itálica de Síbaris, en la Magna Grecia, en un momento de ocio y aburrimiento decidió hacerse llevar a su campo; una vez allí —al contemplar el duro trabajo del esclavo que estaba arando— comenzó a transpirar profusamente y quejábase por la fatiga que sentía en todo el cuerpo. Este sibarita, a causa de contemplar el trabajo ajeno, al fin se cansó tanto, que tuvo que prohibirle al esclavo continuar en su presencia su duro trabajo.

El Ocio es contrario al trabajo, penoso vicio del hombre, que según el estoico de Córdoba, Séneca, como mellizo, anda siempre junto con la duda, en continua discordia; sólo despierta curiosidad e indolencia, pues según Plinio: «Nada es tan perezoso como un hombre indolente, como nada es tan curioso, como el ocioso, que no hace nada».

El hombre antiguo consideraba que el haragán es enemigo de su patria, por ello, Solón encargó al Areópago que controle la manera con que cada uno se gana la vida, castigando severamente a los holgazanes. En Roma era afamado Druso, que en el trabajo ignoraba qué es el descanso, no faltaban desde luego los Minderides que se fatigaban con sólo mirar el trabajo del esclavo y del vecino.

Entre estos extremos hay que saber ser un Scaevola en los trabajos serios, y a veces para el hombre, a quien la misma naturaleza le impone un descanso breve, interrumpiendo la cadena interminable de sus trabajos continuos, no le es fácil pues, imitar a Catón, que «nunca era más activo, que cuando no hacía nada, y que jamás se encontraba menos solo que en la soledad», y se sentía arrepentido, porque durante su vida tuvo un solo día en que no hizo nada96/a.

El hombre antiguo, que en su ocio «perdió el día, esperando la noche» olvidaba el pretérito e ignoraba qué es el presente. Para él solo existía el futuro, expresado por el lema de los holgazanes, que postergan todo para el otro día, diciendo «¡Mañana!»

El ocioso no vive la vida; vive sepultado en su casa, que como si fuera una tumba, lleva el triste epitafio:

»Aquí prolonga su descanso un hombre sin presente, quien adelantó su muerte, porque durante su vida ignoró el día de hoy y conoció sólo la palabra ‘¡Mañana!’»

LOS SACROINFANTICIDIOS


Durante un buen tiempo sacrificaron niños,
para la divinidad Mania, madre de los Lares,
a fin de asegurar la Salud de la Familia ...
Macrobius, Saturnalia. I. 7.

y sacrificaba la madre a su hijo sin verter
lágrimas ...
Plutarchos, Mor. Perideisidaimonias. 13.

El hombre antiguo, en un principio lo que más admiraba era el infinito tiempo. Tiempo que los griegos llamaban Cronos y los itálicos conocían con el nombre de Saturno.

Opinaban los antiguos que el Tiempo debía ser el Supremo Dios, porque es sempiterno y poderoso también; pues lo devora todo, hasta a su propio hijo. Para obtener la anuencia de este dios, el hombre tenía que ofrecerle todo lo que recomendaba el inapelable vaticinio. Dícese que cuando los pelasgos, expulsados de su tierra, llegaron a Dodona, de Tesalia, el oráculo del roble les recomendó ocupar Sicilia, y una vez allí, ofrecer vidas por sus vidas al Todopoderoso Padre de los Dioses.

El oráculo era un precepto, que poco a poco, se transformó en costumbre, y la costumbre en leyes patrias. La ley, entre los antiguos helenos, fenicios, e italiotas recogió el beneplácito de los dioses para continuar esta secular costumbre de los sacrificios humanos.

Es necesario evocar algunos casos para brindarle al lector la posibilidad de poder ver no sólo la luz, sino también sentir presente la oscuridad de aquellos lejanos tiempos.

El padre de los dioses, Cronos, era exigente y nunca estaba satisfecho. El precio de su auxilio era lo que para el hombre constituía lo más costoso, y por ello su ofrecimiento era el máximo sacrificio.

Los antiguos anales refieren que no podía ser feliz una ciudad cuyos muros no fueran regados con sangre. Así lo exigió la crueldad de los dioses, porque Júpiter con sangre escapó de los dientes de su Padre Saturno, y por ello precisamente con sangre se lo venera.

Cuando se fundó la ciudad de Lesbos por orden de un oráculo, sortearon a una doncella de entre las hijas de los siete caudillos, y a la indicada por el azar la ofrecieron al Dios, a cambio de su ayuda futura. La ofrenda consistía en una ceremonia en la cual a la infeliz víctima de la crueldad divina, toda enjoyada, se la lanzaba por los sacerdotes desde una roca directamente al mar. Dícese, que el sol se escondía detrás de las nubes, para cubrir semejante delito con la oscuridad.

Seleuco, el más noble de entre los diadocos que sucedieron a Alejandro, consideraba como la cosa más natural, sacrificar a inocentes muchachas a fin de obtener la bendición para la construcción de sus ciudades sirias .

En Laodicea, Agaue ofreció su vida por la misma causa; y en Orontes, en medio de la ciudad, en el momento de salir el sol de un día fijado con anticipación, el Pontifex Maximus, con su puñal sagrado, segaba la vida de la inocente niña Almate, cuya imagen marmórea se halla ahora en el Museo del Vaticano, advirtiéndonos que ella vivió en una época, en que la crueldad era todavía una virtud y un pecado la misericordia.

Salus Publica, Lex suprema esto! y por esta Salud del Pueblo la gente inocente tenía que morir no sólo en Tyrus, sino también en Grecia, Galia y Cartago, y hasta en la Patria de la Justicia, Roma.

Agamenón, para asegurar la victoria, ofreció a Diana lo más hermoso que tenía en su reinado, su hija Ifigenia.

Dentro de Atenas era muy conocido el Leocorion, la tumba de las tres inocentes hijas de León. Éste tuvo que ofrecer la vida de sus tres hijas, cuando por indicación del oráculo de Delfos, el sacrificio de ellas era el único medio de salvar a la ciudad asediada. Mario, el general romano, en su sueño fue advertido que podía obtener la victoria contra los cimbrios, siempre que inmolara a su hija Calpurnia. Mario siguió el ejemplo de Erechtheus, y efectivamente salió victorioso.

Este imperativo sacrorreligioso de los sacerdotes y de los omnipotentes oráculos tuvo vigencia también para los varones, y de esto no estaban exceptuados ni siquiera los inocentes niños.

A Temístocles, antes de comenzar la batalla con Darío, le presentaron en su barco de comando tres cautivos persas, que resultaron ser príncipes reales, pues eran los hijos de Sandauce, hermana del rey.

Vióles el agorero Eufrantidas y, como al mismo tiempo el fuego sobre el altar había resplandecido con gran brillo, y alguien estornudó desde la derecha, consideró esto como señal segura de los dioses, y por ello ordenó a viva voz que los tres jóvenes fueran sacrificados inmediatamente sobre el altar del dios Baco Omesta, para asegurar así, ante tan decisiva batalla, la dudosa victoria. A Temístocles —sorprendido y disgustado por aquel vaticinio tan terrible— no le quedó otro remedio que entregar a los jóvenes al cuchillo del sacerdote, que ya los esperaba junto a las llamas del altar: así nos transmite este horrible acontecimiento Fanias de Lesbos.

Una historia análoga ocurrió entre los romanos. Éstos, a fines de la primera guerra púnica, para obtener el auxilio de los dioses frente a los Galos, siguiendo estrictamente la opinión helénica, dada por el Oráculo de las Sibilas, en la plaza de los bueyes (Foro boario), enterraron vivos a dos griegos y a dos infieles galos.

Ante los reclamos de la crueldad divina, como ya hemos señalado, ni los niños podían salvarse con el manto sagrado de su inocencia.

Pausanias refiere que en Haliartos de Beocia, el río Lofis nació de la sangre de un tierno niño, que fue muerto por su padre, al que la Pitonisa de Delfos había vaticinado: «Encontrarás agua en tu campo árido siempre que al volver, matares al primer ser que te salga al paso...!».

Tertuliano en su Apología dice que en Cartago públicamente sacrificaban niños a Saturno, hasta que el Procónsul Tiberio se hartó de esos crímenes religiosos e hizo ahorcar a los devotos pero inhumanos padres sobre los mismos infelices árboles que, plantados ante el templo, eran con sus sombras mudos testigos de tanta maldad.

En Frigia la gente muy religiosa sacrificaba a la Diosa Siria, llamada también la «Pessinunta». La adoración consistía en el sacrificio de sus hijos con un rito, que más bien parecía una farsa antes que una ceremonia. La madre los acariciaba tiernamente, luego encerraban a la inocente criatura en una bolsa, y al llevarlos en brazos, los llenaban de maldiciones, dejándolos caer luego a un precipicio.

En Cartago, la gente sacrificaba a los hijos que consideraron sobrantes, y los que no tenían hijos, los compraban en el mercado, como si fueran palomas o pollos. Los sacerdotes decretaron que llorar es pecado y la música sagrada que acompañaba al sacrificio, tenía la finalidad de ahogar el grito mortal de los niños ultimados.

Tyrus, asediado por Alejandrom quería hacer el mismo sacrificio y dice Curcio, que sólo la firme decisión de los ancianos logró impedir que «la crueldad supersticiosa de siglos triunfara de nuevo sobre la piedad y misericordia humanas»

Entre los pocos valientes, que resistieron a las crueles órdenes de los agoreros, estaba Pelopidas que tuvo el valor de sostener que «la naturaleza es superior a nosotros, y por ello no puede aceptar tan bárbaro e injusto sacrificio; y si hay divinidad que se complazca con semejante veneración, no es digna entonces de respeto, pues sólo de la impotencia y perversidad de ánimo pueden nacer semejantes deseos y exigencias». Éstas son promesas más dignas de faltar a ellas, que cometer maldad tan abominable, observa acertadamente Cicerón.

Roma, que en un principio tampoco estuvo inmune de esta detestable costumbre sagrada, más adelante purgó su mácula, primero, reemplazando a los hombres con muñecos, luego por medio de las leyes Sempronia y Cornelia puso punto final a los «malos sacrificios», amenazando a los inhumanos sacerdotes y a sus seguidores en este cruento rito con la aplicación de la pena capital, no sólo en Roma, sino también en los pueblos que estaban bajo su protectorado.

Si alguien pensara que por lo menos en este aspecto hoy somos mejores que los antiguos, debiera recordar, que no hace mucho tiempo, durante un gran terremoto, en un país vecino, los indios sacrificaron al Dios de la Tierra un niño de seis años de edad, y en otro país sobrevive la misma cruel y milenaria costumbre en un rito semipagano, conocido con el nombre de macumba.

Esa inhumanidad olímpica en la religión antigua era una de las causas principales, por la cual la doctrina del amor al prójimo propagóse como el fuego, y logró conquistar muy rápidamente, al Mundo Antiguo, tan castigado por la crueldad y violencia.

SPECULATORI, O SERVICIO SECRETO ROMANO


Comenzó una forma de vida,
que la hiciera después famosa
la miseria...
C. Tacitus. Ann. I

Ignoras que son infinitos
los ojos y los oídos del Príncipe?
Luciano, c/un Bi
bliomano 23.

Los antiguos magistrados de Roma, que velaban por la integridad de la República, sabían que la Patria tenía siempre dos enemigos; uno de ellos era el insidioso vecino, pero el otro, más peligroso aún, era el delincuente y traidor dentro de sus propias fronteras, los cuales de una u otra manera amenazaban la seguridad y con ella la paz de la República.

En Roma era oficio de todos acabar con ellos, y en esto colaboraba cada ciudadano, aun si no siempre en forma altruista, pues el Estado para determinados casos ofrecía recompensas para los ciudadanos. No faltaban aquéllos que se prestaban a desempeñar el oficio de index, denunciando a un criminal, o cumpliendo el valeroso cargo de acusador ante el correspondiente tribunal. Los emperadores transformaron este oficio voluntario en funciones públicas y crearon una organización estatal, que hoy podríamos llamar SeSeRo, como sigla del afamado y temido Servicio Secreto Romano.

En Roma los esclavos públicos a menudo desempeñaban funciones importantes, pero —y es necesario subrayarlo aquí— los miembros de esta organizacion semimilitar tenían que ser, sin excepción alguna, hombres libres: por esta razón, negaban categóricamente la palabra a un esclavo si intentaba formular denuncia contra su amo, aunque la misma fuera verídica.

No admitían la denuncia de un esclavo, pues para los romanos era preferible olvidar el delito de uno, que permitir que por la denuncia nazca también otro delito, detestable crimen de un esclavo contra la lealtad, que en Roma consideraban como una imperdonable traición

Entre los agentes del Servicio Secreto, según la importancia y variedad de las funciones que desempeñaban dentro y fuera de las fronteras, existían diferentes grupos, donde cada uno gozaba de cierta autonomía y la eficiencia de la colaboración prestada entre ellos era asegurada por las reglas de coordinación, las cuales fueron determinadas directamente por el emperador.

En la época de la República a los agentes los llamaron frumentarii, y estos mismos en la época del Imperio eran conocidos con el titulo de agentes in rebus, agentes en asuntos del Estado, conocidos también con el nombre de veredarios, o ‘nuncios’, a quienes los griegos llamaban angelia-phoroi, es decir, ‘los que traen noticias’, brevemente, ‘mensajeros’.

Las funciones de estos agentes era servir de correo oficial del emperador, y al par desempeñaban también el papel de policía de postas, e inspeccionaban los carruajes públicos.

La función especial de ellos, sin embargo era algo más importante que la de ocuparse con la inspección de vehículos de correo. Los agentes «Angelia-phoroi» informaban al emperador acerca de la situación política y de la opinión publica en general de las respectivas provincias. El emperador, por medio de estos agentes podía controlar constantemente el pulso de su vasto imperio. La extraordinaria importancia de éstos la demuestran los honores y privilegios que el emperador les concedía en premio de sus importantes servicios, además de que también fueron remunerados en forma correspondiente. Al jefe de los agentes se le otorgaba el ansiado título de procónsul con el cíngulo distintivo de conde del Imperio.

A la segunda categoría pertenecían los investigadores, los curiosi o cur-agendorum, cuya función especifica consistía en reprimir la delincuencia, descubriendo y denunciando a los autores de crímenes de la justicia». Los curiosi eran responsables de la veracidad de sus denuncias, y si fueran inventadas o falsas, sufrían por ello la pena del «Talión isocrático».

En el vasto Imperio Romano, existían numerosos puestos de vigilancia en los puertos y desembocaduras de ríos a fin de controlar la circulación de las naves, la entrada y salida de las mercaderías y de los pasajeros. Estos agentes, llamados stationarii, cumplían funciones semejantes a las que hoy se tienen en el Departamento de Comunicaciones de una prefectura marítima.

Al último grupo de los agentes del servicio secreto pertenecían los speculatori, dependientes éstos directamente de la conducción militar.

Cumplían misiones de confianza, explorando y también eliminando a los enemigos internos de la República. Su función especifica consistía sin embargo más bien en controlar los movimientos del enemigo desde su spécula, ‘atalaya’ o puesto en la frontera: de allí recibieron el nombre de speculatori o ‘centinelas de atalaya’.

En tiempos de guerra, introducíanse en el campamento del enemigo, cumpliendo arriesgadas funciones de espionaje, cuya pena entre los antiguos era —excepcionalmente— la mutilación y en general la muerte.

Ignoramos la exacta cantidad de agentes que circulaban dentro y fuera de la república y luego en el imperio. Lo cierto es que fueron los suficientes para denunciar a los conspiradores y demás enemigos de la patria.

Cicerón, en una de sus arengas le advirtió a Catilina, diciendo:

—Sin que te dieras cuenta, los ojos y los oídos de muchos seguirán espiándote y vigilándote, como lo hicieron hasta ahora!

Luciano, a su vez, ya en la época del imperio se sorprende que haya uno que ignore que «son infinitos los ojos y los oídos del Príncipe!»

Referente al «oído del Príncipe» cabe recordar aquí el sistema infalible del tirano de Siracusa, Dionisio. Había y existe todavía hoy en Siracusa una milenaria y oscura cueva, donde Dionisio, hace 2300 años, tenía la costumbre de encerrar a sus opositores políticos. Muy tarde se enteraban las víctimas de que estaban prácticamente en el «oído de Dionisio», pues la gruta oscura, por conductos naturales tenía comunicación directa con una sala particular del desconfiado y al par curioso tirano. A esa sala secreta llegaban desde la gruta 35 metros abajo, las conversaciones de los aprisionados, en forma clara y entendible, y también fuerte, porque los más suaves susurros llegaban arriba como si fueran gritos. Dionisio divertíase principescamente, y sus víctimas, acusadas por sus propias palabras, tenían que pagar muy cara la sinceridad de sus conversaciones mantenidas en la cueva.

*

Los agentes del Servicio Secreto, registrados en schola-s (schola agentium), es decir en ‘colegios’, gozaban de cierta clase de autonomía y dependían directamente del Emperador.

La independencia funcional de los agentes, sin embargo, era sólo virtual, pues consideraban los antiguos que «abominables son los que hacen informes y delaciones a favor del Fisco», además la Constitución griega establecía que «no sea lícito a un esclavo, ni siquiera a un hombre libre, hacer denuncias, por cuya consecuencia alguien pudiera temer la muerte, o la pérdida de sus bienes.

A los contraventores de esta orden si era esclavo lo echaban directamente al fuego, y si era hombre libre, lo desterraban, decretando la confiscación de sus bienes y la perdida de la ciudadanía.

Las limitaciones resultaban muy virtuales y hasta relativas, pues los emperadores Caro Carino y Numeriano a su vez opinaban que «no están sujetos a las acusaciones criminales, como delatores los que defienden las causas de la República y precisamente por medio de ésta aseguraban los intereses de la Omnipotente Utilidad Publica». Sin la colaboración de estos agentes —dijo el emperador Tiberio— «quedaría destruida la justicia, si debiéramos prescindir de los ministros que la guardan».

Los emperadores de Roma, ni siquiera por medio de esta temible organizacion podían asegurarse para sí la popularidad y la gracia del pueblo; por el contrario, el hombre de la calle detestaba de corazón «los oídos del Príncipe», y no faltaban algunos cripto-valientes, que repartían libelos que con voz atrevida pregonaban: «Aunque cortes todas las vides, nunca podrás impedir que haya suficiente vino para celebrar tu salida!»

BUCEPHALO E INCITATUS


Los caballos el talento lo reciben
de la naturaleza
y los defectos los adquieren con
los años cuando envejecen ...
Polibio Megalopolitano, Hist. X.8.

Los caballos le costaban más caros
que los cocineros.
M. P. Cato. en Gelio – XI.2.5.

Los griegos decían hippo. Los romanos lo llamaron equus, y nosotros lo conocemos con el nombre de caballo, palabra que no se puede pronunciar sin sentir un profundo cariño y respeto por el noble ser que tiene alma, y por ello se llama animal.

Su origen es tan antiguo, como el del hombre. Dícese que cuando Palas Athene y Poseidón disputaban la posesión de Atenas, Zeus le prometió que obtendrá la victoria entre ellos el que hiciera el presente más útil para los hombres. La mitología nos refiere que Palas Athene regaló el olivo (ganando el litigio) y Poseidón, dando con su tridente en la tierra, hizo surgir el caballo. De esta manera nació el amigo del hombre en el Ática de Grecia y comenzó su entrada en la historia del hombre con el hombre.

Largo sería narrar la interminable serie de renombrados acontecimientos, por ello nos limitamos a hacer sólo una breve conmemoración, presentando el caballo de los antiguos grecorromanos.

Para tener una idea acerca de sus aspectos somáticos, citaremos aquí los comentarios de Gabio Basso y Julio Modesto en el libro que lleva el título: Cuestiones confusas.

Refieren que tenía Seyo Caneyo un caballo, nacido en Argos, cuyo origen, según tradición muy acreditada, se remontaba hasta aquel famoso caballo que poseía Diómedes en Tracia, y que Hércules, después de matar a Diómedes, llevó de Tracia a Argos. Era éste un caballo sumamente grande, de cabeza alta, espesas y brillantes crines, que reunía en alto grado las cualidades que se estiman en los caballos. Pero no se sabe por qué fatalidad inherente a la posesión de este animal, todo el que llegaba a ser dueño, no tardaba en verse víctima de espantosas desgracias, en las que perdía fortuna y vida. Seyo Caneyo, a quien perteneció primeramente, fue condenado a muerte por Marco Antonio, que más adelante fue triunviro y pereció entre los sufrimientos de cruel suplicio.

Poco después, el cónsul Cornelio Dolabella, en el momento de su marcha por Siria, curioso por conocer a aquel famoso animal, llegó a Argos acometiéndole —al verlo— un extraordinario deseo de poseerlo. Lo compró por cien mil sestercios, pero, habiendo estallado en seguida la guerra civil en Siria, fue sitiado Dolabella y obligado a suicidarse. El caballo cayó entonces en poder de C. Cassio, general que había sitiado a Dolabella. Es cosa publica que Cassio, después de la destrucción de su partido y de la derrota de su ejército, pereció de muerte funesta, herido por su propia mano. Vencedor Antonio de Cassio se apoderó del caballo, y vencido él mismo más adelante, abandonado por los suyos, sucumbió con deplorable muerte. De aquí viene el proverbio que se acostumbra a aplicar a aquellos a quien persigue la desgracia: «Ese hombre tiene el caballo de Seyo!»

Pero, volviendo a este animal, Gabio Basso nos dice que él vio en Argos a ese famoso caballo y que le llamó la atención su vigor, la singular belleza de sus formas y su color, que era, como antes dijimos, feniceo, es decir color de llamas, color de fuego —phoeniceum—, y que algunos griegos llaman phoinix y otros spádika, porque la rama de palmera, arrancada del árbol con su fruto, se llama spádico (‘color bayo’).

Eran famosos los caballos de Tesalia. Dice Gellio, que los lapites allí tenían sus hipódromos donde enseñaban a los caballos, aprovechando sus aptitudes naturales, creando de esa manera una alta escuela de equitación. Cuenta Ernio en sus Geórgicas, que los lapites dieron al caballo el freno, y moldearon sus movimientos con maestría; les enseñaron a marchar con gracia y también los hicieron aprender a saltar con jinetes armados.

Los caballos de Thessalia eran de la raza bu-cephalus, ya que la cabeza de esta clase de equinos era muy parecida a la de un buey.

De esta raza vigorosa adquirió Alejandro el Grande el afamado corcel que lo acompañaba en todas sus hazañas, haciendo historias con él, y muriendo por él. Refiere Cares que compraron a este caballo por trece talentos (¡78.000 dracmas áticos!) que en dinero romano equivalía a 300.000 sestercios.

Memorable fue en este caballo, que cuando estaba equipado y armado para el combate, no se dejaba montar por nadie más que por el rey.

Un día, Alejandro, arrebatado por el ardor de la lucha y por su ciego valor, repentinamente quedó en medio de las tropas del enemigo, y de todas partes llovían dardos sobre él.

Bucéfalo, que lo llevaba recibió en la cabeza y costados profundas heridas, sin embargo, a pesar de encontrarse extenuado y casi moribundo, sacó al rey en rápida carrera sano y salvo, y cuando ya estaba fuera del alcance de los dardos, cayó —y tranquilo entonces— murió, podría decirse, con el consuelo de haber salvado a su amo y rey.

Alejandro, al terminar victoriosamente la guerra, mandó levantar en el punto mismo donde cayó su caballo, una ciudad, que en memoria de su leal amigo decretó que tenga el nombre de Bucefalia.

Plutarchos refiere que también existía en Grecia la raza de los caballos lyco-spades, muy conocidos y preferidos por su extraordinaria velocidad. Dijeron que estos caballos —sumamente feroces, que mordían y coceaban— no corrían sino volaban, como si fueran perseguidos por los lykos (‘lobos’).

El caballo y el Romano es un capítulo que —por lo menos en forma concisa— merece ser aquí recordado. Eran muy apreciados y bien atendidos. Los censores cuando veían un caballero romano con caballo mal cuidado o flaco, consideraban al dueño culpable de impolitia, es decir de ‘negligencia’. Masurio Sabino, en el libro VII de sus «Memorias» nos refiere que los censores P. Scipio Nasica y M. Pompilio, revistando el orden ecuestre, observaron a un caballero, cuyo corcel estaba flaco y estropeado, mientras que él mismo se encontraba con rebosante salud.

—¿Por qué —le preguntaron— cuidas menos de tu caballo que de ti mismo?

—Porque me cuido yo mismo —contestó el caballero— mientras a mi caballo lo cuida Estacio, el malvado esclavo!

Pareció a los censores poco respetuosa la respuesta y al negligente caballero —según la costumbre— le privaron de su derecho a sufragio.

Tener caballos en Roma era un derecho que significaba obligaciones para su poseedor.

Acostumbraban los censores a condenar la pérdida del caballo a los caballeros que se hicieron muy obesos y opulentos. Consideraban, pues, que el peso de su corpulencia los hacía poco aptos para desempeñar su oficio. Creen algunos que no se hacia esto para castigarlos sino que por este medio fueron dados de baja, sin degradarlos. Catón consideraba a estos caballeros como responsables de molicie e indolencia y los reconvenía siempre severamente.

La manutención de los caballos era muy costosa y también la adquisición de ellos, pues según las mismas palabras de Catón, los caballos —más de una vez— costaban mas caros que un buen cocinero.

Sostener caballos significaba un gasto elevado que en general sólo los ricos podían soportar, por esta razón, en los antiguos tiempos todos los estados cuya fuerza militar estaba constituida por la caballería, eran estados oligárquicos, dominados por unos pocos, que tenían mucho, y los muchos vivían como podían porque tenían muy poco.

Si Alejandro tenía su Bucéfalo, Roma también tenía que tener su Incitatus, y si cierto es que en la Ciudad Eterna había cónsules que resultaron ser caballos, también es cierto, que allí un caballo, que en el apogeo de su «carrera», llegó a ser cónsul. Suetonio nos refiere que el emperador Calígula en las carreras hípicas era partidario de los afamados aurigas verdes; comía con frecuencia con ellos en sus caballerizas y dormía allí. Quería tanto a un caballo al que le dio el nombre de Incitatus, que en la vísperas de las carreras, mandaba soldados a imponer silencio en la vecindad para que nadie turbase el descanso de aquel animal. Le hizo construir una caballeriza de mármol, un pesebre de marfil, mantas de púrpura y collares de perlas. Le dio casa completa, con esclavos, muebles y todo lo necesario, para que aquéllos a quienes en su nombre los invitaba a comer, tuvieran un trato magnifico y hasta se dice que le destinaba el consulado.

El caballo, símbolo de Marte y de la guerra para los antiguos, era verdaderamente el alfa y el omega de la gloria, pero también del ocaso de Roma.

Los valientes quirites romanos, gracias al caballo podían ensanchar sus estrechas fronteras, cuando comenzaron a decidir la suerte de sus batallas con el ímpetu insostenible y arrollador de sus caballerías. Dicen los antiguos autores, que una vez rotas las primeras líneas en la falange del enemigo, la batalla estaba prácticamente ganada, porque la continuación era fuga y carnicería. Los romanos no ignoraban el efecto devastador del ímpetu de la caballería y los jefes de los «Celeres» no vacilaban en los momentos críticos en impartir la orden decisiva:

—¡Quitad los frenos de vuestros corceles y con toda fuerza adelante!

Eran los caballos el omega también, pues por causa de fallas en la caballería Roma perdió en Cannas la flor de su juventud y llegó en un momento critico, casi a la última pagina de su abigarrada historia.

Dos siglos más adelante, Octavio Augusto, una vez más, se afianzó en el poder, gracias a su caballería, abriendo las puertas a un régimen de muchos siglos que la historia conoce con el nombre de Imperio Romano.

El jinete del victorioso caballo se hizo en el ejército un elemento imprescindible, y por ello muy pronto formaron una clase social elevada y muy privilegiada entre los patricios y los plebeyos. Eran éstos los muy respetados y al par odiados caballeros del pueblo romano con el insigne epíteto «caballero» que figura todavía en algunos países del viejo continente, como honroso título hereditario.

El caballo era el alfa en la formación de la historia de los pueblos antiguos. La pequeña ciudad-estado de Roma, se convirtió con su caballería en un grandioso imperio, y Alejandro con su Bucéfalo, si no hubiera muerto tan temprano, hubiera podido ser dueño del mundo. El caballo era el alfa, y según Heródoto, a veces el omega. Dice Timeo en su historia, que los romanos para conmemorar la caída de Troya tenían la costumbre de matar a flechazos un caballo de guerra en el campo de Marte, pues un caballo, que se llamaba Durius había sido la causa de la toma de esta ciudad homérica. En Roma se llamaba esta ceremonia «Sacrificio del caballo», y ese acto no era nuevo, pues sabemos que el rey de los persas, Xerxes, antes de cruzar el río Estimón, sacrificaba caballos en un holocausto, para implorar el auxilio de los dioses para la guerra que sostenía con los griegos. Julio Cesar era más compasivo, pues al cruzar el Rubicón para conquistar las Galias, ofreció a los dioses Alexicacos caballos, en la forma de abandonarlos en los campos vecinos.

Los caballos en la antigüedad y especialmente en los pueblos guerreros eran destinados a la lucha y no a los espectáculos. Dicen los antiguos anales que en el pueblo de los sibaritas —en la Magna Grecia— enseñaban a los caballos a bailar al son de la flauta, y lo que estos animales producían, eran cosas verdaderamente memorables y de alta escuela, pero cuando estalló la guerra entre los sibaritas y los de Crotona, estos últimos comenzaron a tocar la flauta y los caballos de los sibaritas, en vez de correr y atacar, comenzaron a bailar transformando la lucha en un grotesco espectáculo, que desde luego termino con la completa derrota de los sibaritas.

*

La breve historia del caballo es que el caballo más de una vez hizo historia, y para ver que es cierto, recomendamos al lector releer las amarillentas paginas de los anales de cada pueblo.

El caballo, ese leal y noble amigo del hombre, que tuvo un pretérito glorioso, hoy tiene un olvidado presente, limitado a los hipódromos, y su mañana es triste y trágico, porque su vida laboriosa termina en institutos comerciales, donde el hombre ingrato está rematando cruelmente a sus ex compañeros de armas y sus más leales amigos.

LA INJUSTA JUSTICIA - LA JUSTA INJUSTICIA

La sabiduría sin justicia no tiene ningún valor
M .T.Cicero: De off.II.9.

La equidad resplandece por sí misma y la duda trae consigo sospecha de injusticia...
M. T.Cicero, De off.I.9.

¡La ley es como nosotros! Tiene cuerpo y alma, es decir, su letra y también su espíritu.

Aplicar la ley según su letra y alma, es ejercer humanamente la justicia, pero interpretar solamente su letra, sería justamente lo mismo que cometer una injusticia por medio de la misma ley, que parece más muerta que viva, porque carece de espíritu.

La letra de la ley sola, es (a veces) injusta porque ignora la importancia de la fuerza mayor, y al mismo tiempo es inflexible con los ignorantes que desconocen la existencia de la ley. La letra de la ley es ingrata, cruel y como es también ciega, ni siquiera advierte que su mero cumplimiento puede ser más bien el fin pero jamás la finalidad de la ley.

La aplicación de la letra desconoce la fuerza mayor. Dice Cicerón que existía una ley entre los lacedemonios, según la cual el encargado de traer las víctimas (bueyes y ovejas) para los sacrificios, si no las presentaba el día señalado, debía ser castigado con la pena capital.

En una oportunidad, al acercarse el día de los sacrificios, el ayudante de los sacerdotes comenzó a llevar los animales desde el campo a la ciudad, pero el Eurotas, río que corre junto a la ciudad de Lacedemonia, a causa de las grandes lluvias corría tan impetuoso y crecido, que resultaba imposible cruzarlo y pasar las ovejas. El que las guiaba, púsolas a la orilla del río en un sitio que podía verse claramente desde la ciudad, e hizo esto para demostrar a los pontífices que él había querido cumplir con los preceptos de la ley, pero, por fuerza mayor, no podía hacerlo. Desde la ciudad pudo apreciarse que la súbita crecida del río era el único impedimento para cumplir con la ley, no faltaron sin embargo los que acusaron al encargado de traer los animales de incumplimiento, y solicitaron contra el inocente la aplicación de la pena capital.

Algo semejante ocurrió con los Rodios. Establecía una ley que si llegaba una nave rostrada al puerto, se la pusiera en venta. En una oportunidad los vientos de una gran tormenta en el mar, arrojaron un navío al puerto de Rodas, no obstante que la tripulación hizo todo lo posible para evitar ese lugar.

El prefecto del puerto, puso la nave inmediatamente en subasta, cumpliendo así fielmente con la letra de la ley, pero olvidando que la nave no fue llevada por sus tripulantes, sino por las impetuosas olas del incontenible mar.

Ya hemos dicho que la letra de la ley es también inflexible con aquellos que ignoran su existencia. Dice Tulio que había cierta ley que prohibía bajo pena capital inmolar un becerro a la diosa Diana, ley creada en una ciudad marítima.

Ocurrió una vez que navegantes, atribulados por una tempestad, hicieron el voto de que si llegaban a un puerto sanos y salvos sacrificarían un ternero al dios o divinidad que allí se venerare.

Llegan al puerto sanos precisamente de este pueblo, e inmolan como señal de agradecimiento un ternero en el templo de Diana. Los acusaron inmediatamente, y el argumento de los infelices —»no sabíamos que era ilícito»— lo rechazaron los acusadores, diciendo:

—!Habiendo hecho lo que estaba prohibido, vuestro castigo es el suplicio!

Notable es el caso del peregrino que en una noche desde los muros advirtió la presencia del enemigo, y alarmó a la ciudad; el pueblo muy agradecido, lo llamaba «salvador» pero, al día siguiente, lo procesaron por haber paseado en la noche sobre los muros y como señal de la mayor gratitud le aplicaron la letra de la ley, cortándole la cabeza.

Por emplear la letra sin el espíritu se pudo llegar hasta tal extremo, que en vez de doblegarse la ley ante la utilidad pública, esta última tenía que sacrificarse ante aquélla, que por carecer de espíritu, desde luego era muerta. Y esta situación paradojal nos la demuestra el caso citado por M.T. Cicerón, quien dice que en un pueblo latino la ley prohibía abrir las puertas de la ciudad durante la noche. Pero ocurrió aquí que durante la guerra, cuando la suerte de la ciudad casi era sellada, uno de los guardianes una noche abrió las puertas para dejar entrar las tropas de la alianza que de improviso aparecieron allí. La ciudad se salvó, gracias a la llegada de los auxiliares, pero al guardia que los introdujo, en vez de cubrirlo de elogios, en el fiel cumplimiento de la letra de la ley, le quitaron la vida .

Dura lex, sed lex! ‘Dura es la ley, ¡pero es ley!’, reza el antiguo lema, sin embargo, ni siquiera ese principio nos puede hacer olvidar, que si la letra de la ley es el «Summum Jus», entonces su efecto no puede ser, sino la «summa injuria».

Existía también en Roma la Justa Injusticia. Era siempre un acto realizado por los magistrados, cuya finalidad consistía en aclarar la pura verdad, y al par, dar a cada uno lo suyo, ni menos ni más.

En aras del interés particular en la antigua Roma, perdonábase al que antes de la sentencia por medio de prebendas corrompía a su acusador, pues se estimaba que debían ser dispensados los que de esa manera tan injusta querían encontrar su propia injusticia, porque quizás esa era la única manera de salvar la vida.

A su vez, en nombre de la Utilidad Pública, escrita en Roma siempre con mayúscula, cometieron muchas injusticias, las cuales en sus efectos más de una vez resultaron ser sumamente justas.

Cuando el prefecto de Roma fue asesinado por uno de sus esclavos, Nerón el emperador, en base a una antigua ley de seguridad, hizo ejecutar la totalidad de los cuatrocientos esclavos de la víctima y, si no agregó a éstos también sus libertos, fue, porque según Tácito: «No quería alterar por la crueldad aquella antigua costumbre, que no podía reemplazar con la misericordia!».

Durante la milenaria historia de Roma, los tribunos militares más de una vez se sintieron obligados a diezmar las filas del ejército, sin tener por ello ni siquiera el mínimo conflicto con la conciencia, consideraron pues los romanos con Polibio, que «si la multitud de los inculpados hace imposible el castigo», entonces por la culpa de todos tienen que sufrir por lo menos algunos, además de que «todo gran ejemplo tiene en sí algo de injusticia, pero la injusta desgracia de pocos —dice Tácito— servirá con seguridad al justo interés público de todos».

La injusticia que virtualmente nace de un acto que con fines aclaratorios manda realizar el magistrado, los antiguos la recordaban con el nombre de la «justicia claudiana». Era éste un sistema, que más de una vez repetíase ante los tribunales también de otros príncipes; justicia como la salomónica, parece que era reservada solamente a los más altos jueces. En el Foro, ante el tribunal del emperador Claudio, en una oportunidad una distinguida señora romana se negaba rotundamente a reconocer que el apuesto joven que tenía al frente, fuera su hijo. El emperador, al ver que las pruebas resultaron dudosas, decidió cometer entonces una justa injusticia, en cuanto mandó que la mujer, acto seguido se casase con el joven. Mas ella se arrodilló entonces ante el emperador, y confesando entre lágrimas la verdad, le suplicó al Príncipe, que no la obligara a casarse con su propio hijo.

En forma semejante actuaba el emperador Galba, ante cuyo tribunal se presentaron dos ciudadanos, disputándose la propiedad de un buey de carga. Las pruebas eran dudosas por ambas partes, y los testigos, como siempre, sospechosos. La cuestión parecía naufragar en un mar de mentiras. Galba, en vista de ello decidió entonces que se llevase el animal con la cabeza cubierta a la laguna donde acostumbraba a beber. Una vez allí, lo dejaron libre y ganó el complejo litigio aquel, a quien el buey se dirigió espontáneamente.

Sila, el verdugo del pueblo romano prometió por medio de un decreto la libertad a todos los esclavos que se prestasen a denunciar el paradero de sus amos proscriptos. No faltó uno que denunciase a su señor inmediatamente, y Sila cumplió su promesa, porque decretó la libertad (manumisión) del esclavo, pero, para dar también a cada uno lo suyo, ordenó que el infiel siervo ya liberto, fuera precipitado desde la Roca Tarpeya, pena que establecía una antigua ley. El acto de Sila, sin duda, era una injusticia justa.

Todas estas justicias injustas y justas injusticias las ejercieron los antiguos romanos con la audacia de la conciencia pura y con la indulgencia catoniana, que advertía a sus conciudadanos que «para ser justo, sin preocuparse mucho, es suficiente con querer serlo».

LA LEY Y EL ROMANO


Hay que reconocer que las leyes fueron creadas por el miedo a las injusticias...!
Horacio, Sat.I.3.

Lex est suprema ratio!
M.T. Cicero, De leg.I.6.

Porque a vuestros oídos llegan solamente
el sonido de las palabras, si no investigáis
lo que significan.
L.A. Séneca,
De vita beata 26

Para el antiguo romano nada era más engañoso que la vida humana, donde no podía confiar en el presente y era incierto el porvenir. En esa vida tan insegura lo único conveniente era aprender a no mentir a los dioses y entre los hombres saber respetar las leyes; virtud que nos hace cada día mejores, prudentes y fuertes.

A los «lysidicos», infractores de la ley, advertía Pyndaros, que desgraciado es aquel que se atreve a luchar contra uno más poderoso que él, y este poder supremo que todos deben respetar y querer, en Roma fue siempre la LEY. La ley era fundamento de la libertad, Alma del Estado y fuente de la Justicia.

Consideraban los antiguos que la Ley es invento y don de los dioses. Horacio opinaba que las leyes fueron creadas por el miedo a las injusticias, pero Catón estaba convencido de que mejor es que la ley sea consecuencia del pecado, porque en caso contrario podría ocurrir que el mismo castigo produjera el delito. Cuando le preguntaron a Solón, por qué no había puesto ley contra los parricidios, contestó:

—¡Porque no espero que los haya!

Era escrita la ley, pero el pueblo romano adoptaba también el sistema lacedemónico, en cuanto vertiendo el texto de las leyes en cárminas, aprendía su letra de memoria y su espíritu lo guardaba en el corazón. La diferencia que había entre la interpretación de la letra y el espíritu de la ley nos la aclara en una parábola el antiquísimo autor Luciano. Dice que en una oportunidad el emperador Augusto, en su carácter de juez, absolvió de la falsa imputación de un crimen capital a un inocente. Éste, queriendo manifestar su inmenda gratitud, acercóse al tribunal de Augusto y con lágrimas de alegría, profirió sollozando sus palabras de agradecimiento:

—¡Gracias te doy, oh Emperador, por haber juzgado tan mal e injustamente!

Llenos de indignación los que rodeaban al Príncipe querían lincharlo, pero Augusto los tranquilizó diciendo:

—¡Pero Hombres! ¡Calmaos! Lo importante es ver la intención de él y no sus palabras

La vigencia de la ley entre los antiguos grecorromanos era bivalente. Obligaba al pueblo, pero también al legislador, pues «para qué serviría dar leyes, si las eludirían luego los mismos que las presentaban» anotó con cierta ironía Q. Fabio Máximo.

Los altos asientos en los parlamentos modernos, puestos encima del púlpito del orador, tienen un origen muy singular. En Atenas se sentaban allí los siete nomophylakes, es decir, los ‘Guardianes de las leyes’, que desde estos altos asientos «parecían representar la ley, que está encima del pueblo mismo». Si advertían éstos que el orador atacaba una ley, lo interrumpían en su discurso y ordenaban la inmediata disolución de la asamblea.

El legislador, especialmente el titular del proyecto de la ley, se hacía también responsable del contenido de la misma, y por esta razón ostentaba siempre el nombre de su autor, quien en caso de que la ley resultara inicua, podía ser perseguido y castigado por la justicia.

Al pueblo, como verdadero soberano se lo consideraba impecable, pero el orador, el que proyectaba la ley, tenía siempre la responsabilidad, por el contenido de la misma. Esto nos demuestra claramente una notable referencia de Valerio Máximo, según quien nunca faltaban grandes hombres, los cuales, sacrificando su propia vida, aleccionaban a sus conciudadanos que «el hombre tiene que doblegarse ante las leyes, y no la ley ante los hombres»

Dice él que el legislador pitagórico Thurius Charonda, para evitar que las asambleas populares se conviertan en sangrientas sediciones, por medio de una ley prohibió entrar al lugar de los comicios armado, y, para hacer respetar esta ley, estableció para los infractores la pena capital.

Poco tiempo después ocurrió que Thurius Charonda al llegar del campo a su casa, ceñido con su larga espada, fue llamado con tanta urgencia a un concilio que en su apuro ni siquiera tuvo tiempo para cambiarse de ropa. Presentóse entonces en la asamblea y, recién allí se dio cuenta de que estaba todavía con su espada, porque los presentes le advirtieron:

—¡Thurius! ¡Esta vez tú mismo estás violando tu propia ley!

Charonda, entonces, en vez de disimular su culpa o excusarse con urgencia, dijo:

—Yo mismo, y aquí mismo daré la satisfacción a esta ley violada.

Acto seguido arrojándose sobre la punta de su propia espada se quitó la vida, dando de esta manera a sus conciudadanos un noble ejemplo y la inolvidable advertencia que «para poder ser libres, debemos ser obedientes esclavos de la Ley!»

La ley era para el pueblo y, por ello estaba por encima del pueblo. Obedecer a las leyes era lo mismo que obedecer a los dioses; pero, obedecer a las leyes era a su vez una virtud que tanto en Grecia, como también en la antigua Roma era considerada como beneficio reservado sólo a las personas honradas. Constantino, el emperador, por ello resolvió dejar inmunes de la severidad judicial a aquellas personas a quienes por la vileza de sus vidas no las creyó dignas de la observancia de las leyes.

En los demás la ley se cumple inexorablemente a veces con el Summum Jus, y a veces con la dichosa rectificación aristotélica de la justicia rigurosamente legal, por medio de la cual queda confirmada la rara tesis de que la Ley a veces resulta más humana cuando se cumple solamente en su letra. Para mejor ilustración del lector, recordamos aquí el caso singular del legislador pitagórico Zeleuco, que igual que Charonda, era de la ciudad ítalo-griega de Locros.

En una oportunidad el hijo de éste fue sorprendido en adulterio, delito que en Locros según lo establecido, precisamente por una ley de Zeleuco, era penado con la «pérdida de dos ojos».

El pueblo, conmovido por la tragedia del joven, suplicó al Padre, que por esta vez tuviese misericordia y le concediese el perdón. Zeleuco resistió un tiempo, pero ante los insistentes ruegos y súplicas de su pueblo, decidió que la ley debía ser cumplida, aunque esta vez solamente en su letra, ordenando, que según la pena, que acompaña la culpa, la luz sea apagada en los «dos ojos», de los cuales solamente uno correspondía a su hijo, porque el otro —participando de la pena— le pertenecía a él.

De esta manera, Zeleuco cumplió fiel y equitativamente, hasta con la letra de la ley, conciliando la justicia del legislador con la piedad y misericordia del padre. Con su ejemplo memorable logró demostrar que la ley permite a veces un resultado equitativo, precisamente cuando se cumple solamente su letra.

En la antigua Roma la Ley Suprema de las Leyes era servir a la utilidad pública, ante la cual, según Livio la misma ley a veces tenía que doblegarse hasta dormir, y como Plutarchos nos dice, también callar. Cuando terminó la guerra címbrica, C. Mario, el cónsul romano, en reconocimiento del valor de unos mil camerinos, les concedió la muy codiciada ciudadanía romana, y a los que le objetaban eso diciéndole que lo que hizo es ilegal, respondió:

—¡En el ruido de las arenas no se puede oír la voz de la ley!

Referente a esto, cabe observar que en Roma era muy conocido el lema euripídico de César. «Nam si violandum est jus regnandi causa, violandum est! In aliis rebus pietatem colas!»– ‘si por causa del mejor gobierno hay que violar la ley, ¡hágase! Pero en las demás cosas hay que respetar la piedad!’ En Roma estaba muy en boga ese mote de César, en nombre de la omnipotente utilidad pública.

Estuve yo presente, afirma Luciano cuando dijo Demonax a un jurisconsulto, que las leyes son prácticamente inútiles, pues los buenos no las necesitan, y los malos jamás las respetarán.

Ese pesimismo de Luciano estaba todavía subrayado con la arrogante observación de Carilao, según quien «Los que gastan pocas palabras, no necesitarán muchas leyes»

Sin embargo, ni los argumentos de Demonax, ni el de Carilao, pueden hacernos olvidar la norma aristotélica según la cual «los demagogos sólo aparecen allí, donde la ley ha perdido su soberanía!»

Sin la ley no podríamos vivir, pues según Apiarius, donde no hay ley, no habrá justicia, ni Magistrados porque «El Magistrado es la Ley que habla, y La Ley es el Magistrado mudo!»

LA PAX SACRÁTICA


¡Mejor es ser engañado, que desconfiado!
L. A. Séneca, De ira. II.23.

Según los informes de Séneca en los antiguos tiempos, el iracundo era considerado como un enfermo, atacado por una breve locura.

Lo consideraron así, pues el enojado es incapaz de dominarse, no sabe distinguir entre lo bueno y lo malo; se halla enceguecido por la ciega cólera, y en consecuencia, es también sordo a los consejos de la razón .

El insigne estoico romano estaba convencido de que el remedio de este mal era el espejo y a veces el buen ejemplo.

Efectivamente, dice Sextio, que el irritado al verse en el espejo queda aterrado de su propia imagen, por ello, le recomendaba al iracundo, mirarse en el espejo, asegurándole que en el acto recobraría su calma y dejaría de estar enojado.

Séneca curaba este mal con nobles ejemplos y exhortaba a los furiosos a buscar la calma con la generosidad de Antígono, en el raro estoicismo del cínico Diógenes, en la música calmante de Pitágoras y de los espartanos, y también por medio de la paz de Sócrates, y la grandeza de Platón.

Antígono, rey de los Macedonios, en una oportunidad escuchó claramente junto a su tienda real, la agria crítica de dos soldados suyos, que estaban convencidos de que el rey se hallaba todavía afuera.

Antígono los sorprendió y en vez de mandarlos inmediatamente al suplicio, les increpó diciendo:

—¿Por qué no se van Uds. un poco más lejos? ¡No quiero escuchar vuestra crítica!

Diógenes, a su vez, en una oportunidad, al disertar largamente sobre la ira, fue escupido en la cara por un insolente. Él interrumpió inmediatamente su charla y con cara risueña le dijo:

—¡Este ultraje nada me importa, porque no me conviene irritarme!

Los espartanos, antes de marchar a la batalla, en el sonido de la flauta buscaban la calma, tranquilizando a la ofuscada alma, para saber luchar luego con suma prudencia.

Pitágoras, el inmortal maestro de Crotona, cuando su alma sufría las tormentas de la vida, encontraba la paz al son calmante de su propia música.

Sócrates rara vez se enojaba; consideraba las cosas con humor y paz. Una vez, al recibir un golpe sobre la cabeza, se rió y dijo:

—Lo que más me molesta es que al salir olvidé ponerme el casco.

Y en otra oportunidad amenazó a su esclavo diciendo:

—¡Hermes! ¡Te azotaría si no estuviese ahora encolerizado!

Dejaba de esta manera para un momento más tranquilo la corrección del esclavo y al mismo tiempo se corregía a sí mismo. Consideraba que para corregir el error o el crimen no podría ser útil un juez irritado, porque, siendo la ira un delito del alma, no conviene que un delincuente castigue al delincuente.

Refiere Plutarchos, que Sócrates un día, al regresar desde el gimnasio (la palestra) llevó consigo a su amigo, Euthydemus, a quien invitó a cenar. Estaban ya sentados a la mesa, cuando Xantippa, la siempre refunfuñante esposa del sabio, por alguna causa insignificante se encolerizó mucho, y volcando la mesa, barrió la comida al suelo. El amigo mudo y perplejo ante tamaña desconsideración, se levantó ofuscado y presto para retirarse de una casa tan inhóspita, pero Sócrates sonriente, como si no hubiera ocurrido nada, le advirtió diciendo:

—Recuerda Euthydemus que hace poco, cuando yo estuve en tu casa para cenar, entraron gallinas e hicieron lo mismo, y no me enojé por eso. Dime, ¿no es el mismo caso? Tranquilízate y quédate conmigo!

Con semejante paz en el alma, nadie tenía más derecho a decir lo que él dijo en el juicio antes que los jueces hubieran pronunciado la funesta sentencia.

—Los jueces Amytas y Melito pueden quitarme la vida, pero no creo que por eso puedan causarme daño!

Semejante serenidad y grandeza demostró Platón, cuando irritado contra su esclavo, mandóle despojarse en el acto de la túnica y presentar la espalda, disponiéndose a azotarle con su propia mano. Observando, sin embargo, que estaba encolerizado, permaneció con su brazo alzado, en la actitud del que va a descargar el golpe. Un amigo, que casualmente llegó a la casa, le preguntó a Platón admirado, qué es lo que hacía, parado así como si fuera una estatua? «Me castigo! —contestó el sabio— porque quería obrar estando enojado». Acto seguido renunció a sus derechos de amo para evitar que este esclavo esté bajo las manos de un amo, que ni siquiera sabe ser dueño de sí mismo.

Dice Plutarchos, que los amigos metieron cera en los oídos de Satyro, para que en el juicio oyendo las vituperaciones del contrario, no perdiera su calma y la necesaria prudencia y equilibrio.

El que sabe guardar la paz en su alma, tendrá también la confianza, elemento esencial de la convivencia. Dícese que Alejandro, había recibido una carta de su madre, Olimpia, en la que ella le prevenía que se precaviese del veneno del médico Filipo. Sin embargo el rey —que tenía la costumbre de enojarse por cualquier cosa repentinamente— esta vez bebió sin preocuparse la poción de su médico, confiando en sí mismo, y en su amigo, demostrando de esa manera, que el médico era inocente.

Dice Séneca que C.J. César, al encontrar carpetas que contenían cartas escritas a Pompeyo por aquellos que al parecer habían seguido el partido contrario o permanecieron neutrales, prefirió no tener ocasión de irritarse, y las quemó a todas, evitando de este modo la tentación de querer conocer su contenido.

Consideraba César, que la manera más noble de perdonar, es ignorar las ofensas de otros,... porque en ciertas cosas mejor es ser engañado, que desconfiado.

El espejo de Sextio, y los ejemplos de Séneca también a nosotros pueden servirnos más de una vez como saludable remedio, para que nunca nos digan, lo que un niño —educado por el gran filósofo— le dijo a su enojado progenitor:

—¡Padre! ¡Por Zeus te digo, que jamás vi eso en la casa de Platón!